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Columna
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Niños mimados

Si alguien se detuviera un momento a contar las propuestas de cursos de verano, nos quedaríamos asombrados. La moda del curso se ha convertido en plaga y doquiera que estemos hay un curso al acecho. El fenómeno puede caracterizarse en aquel viejo chiste: en el verano español -y sí, claro, catalán, no se asusten- o das un curso o te lo dan. Y todos, los docentes y los alumnos, lo explican ufanos a los amigos. La cultura -no entro en qué clase de cultura- es hoy prestigio, un signo de distinción, como lo es un bolso de Hermés o un puro cubano. Y un verano sin curso es ya, en esta España de niños mimados, una señal de marginación más que de vulgaridad.

Es asombroso cómo las buenas ideas -¿qué mejor que el verano para interesarse por todo aquello que ni te habías planteado o por lo que verdaderamente te gusta?- pueden acabar siendo nuevas obligaciones sociales ineludibles. Llevo siguiendo este asunto desde hace muchos años y no puedo sacarme de la cabeza dos cosas.

Una: la proliferación del curso debería notarse de alguna forma en la gente. Me refiero al aprovechamiento: un país con tanto interés por los cursos debería crecer cultural y humanamente hablando. ¿Es eso perceptible? ¿Hacen falta aún muchos cursos más para se nos reconozca como gente cultivada? ¿Por qué sólo la mitad de los españoles leen un libro -cualquier libro- al año? ¿Qué estudios hacen falta para saber distinguir una tontería de lo que verdaderamente importa? Peliagudo síntoma de una realidad bañada en seudocultura oportunista, que no evitan los cursos de verano.

Dos: la sobreoferta de cursos se ha convertido en un supermercado de tal dimensión que sería necesario hacer un curso previo -inexistente- para saber seleccionar y elegir el curso adecuado. El supermercado mueve mucho dinero privado y público. En verano he asistido a clases estupendas de famosísimos profesores, pero también de gente desconocida. También me ha sucedido lo contrario: repetición de tópicos insoportables por parte de renombrados santones ante alumnos, lógicamente, dormidos. El curso se transforma así en una pesadilla que consolida lo que no debiera: pensamiento domesticado, ideas manoseadas, creatividad cero, apatía.

Año tras año el esquema se repite. Hay un secreto a voces que tiene su importancia: en los cursos se hacen amigos y relaciones. En los cursos se programan nuevos cursos y se planifican sus dotaciones económicas: la cadena se perpetúa. Así se mantiene una demanda fija, leal y entregada a la causa del curso y su procreación. ¿Y la ciencia, el conocimiento, el método, la inteligencia, la investigación, la sabiduría? Esas grandes palabras están ahí, sin duda. Sirven para todo: son marcas de prestigio que impulsan la máquina burocrática: el curso por el curso.

Menos da una piedra. Pero hay demanda, ¡claro que hay demanda de sabiduría, de ciencia, de inteligencia y de cultura! La gente busca apasionadamente esas cosas tanto en los cursos como en los libros, en Internet, hasta en la televisión. Seguro que en alguna parte existe aquel curso, libro, web o programa que nos ampliará la mente hasta hacernos felices con la aventura de conocer.

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Nuestra época tiene esta maravilla: algo hay en alguna parte esperando para ser captado, aprendido, vivido, disfrutado. Eso está técnicamente a nuestro alcance, aunque suceda en la otra punta del mundo. Pero ¿cómo encontrarlo entre la sobreoferta de ideas repetidas, tópicos, convenciones inútiles, pensamiento único, burocracias culturales, negocios fáciles, sucedáneos tramposos? Aprender a seleccionar es la gran asignatura pendiente. Somos niños mimados, analfabetos de la exigencia. ¿Basta que nos lo den todo hecho, decidido, pensado, en un divertido y acaso inútil curso de verano?

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