Razones para no ofender
En prensa, en las secciones de opinión, se reúnen dos categorías de autor completamente diversas. Existe el analista político o social, aquel que escribe bajo la autoridad que le proporciona una especialidad académica o profesional y que pretende comunicar de la forma más clara posible una idea precisa. El analista no guarda ninguna pretensión literaria. Utiliza el lenguaje como una herramienta. No busca en sus frases nada distinto a lo que buscan con las suyas los médicos, los jueces o los profesores de Física. Se limita a comunicar una idea, supongo que con la esperanza de confirmar al lector en ella o, caso de que disienta, ofrecerle argumentos para cambiar de opinión.
Pero también existe el articulista literario, aquel que, lisa y llanamente, pretende hacer literatura. El articulista literario no es (o no tiene por qué ser) especialista en ningún saber concreto, salvo en ese modesto saber de armar palabras con pretensiones estéticas. El articulista literario, aún hablando de política, no define ideas concretas. Busca, más que los conceptos, las paradojas. No pretende acceder a una verdad política, jurídica o científica. Al articulista literario se le podría aplicar aquel aforismo de José Bergamín: no busca que lo que diga sea cierto, sino que sea certero. El articulista literario juega con la realidad hasta el punto de reírse de ella, por más que sea la suya una literatura efímera, atada a la vida del periódico diario. Su única autoridad es la de ofrecer al lector un punto de vista insólito, mirar la realidad desde una vertiente nueva, y ésa es o debe ser su función social, si es que tiene alguna.
Todo esto no es sólo una diferenciación teórica, porque la sección de cartas al director demuestra que algunos lectores no comprenden esa división fundamental. Así, el articulista literario suele ser censurado por motivos peregrinos y padecer el azote de variopintos sectores o grupos de opinión. Si al analista político le contestan sus adversarios políticos, al articulista literario le contestan los defensores de toda una constelación de intereses que sienten, ante la observación de las paradojas de la vida, tanta indignación como si contra ellos se hubiera interpuesto una demanda.
El articulista literario recibe contestaciones de este tipo: "En su columna del jueves, decía que todos los optimistas son unos irresponsables. Nos parece una absoluta frivolidad lo que escribió. Puedo asegurarle que nosotros, desde el Teléfono de la Esperanza, sólo queremos traer un poco de calor humano a las gentes que lo necesitan". "El pasado sábado hablaba en su columna de los bostezos de los funcionarios. Como técnico de la Administración General del Estado quiero subrayar que el sector público se encuentra lleno de excelentes profesionales que cumplen sus funciones con notable eficacia y plena vocación de servicio". "El otro día usted hablaba de que la vida hace de todos nosotros unos cojos metafísicos. Ello ha sentado muy mal en nuestra asociación de discapacitados. Le ruego que rectifique ese reaccionario criterio o que deje de escribir en los periódicos". "Usted escribió el otro día que le gustaría de todo el mundo el comportamiento de una buena esposa. El Partido Feminista quiere decirle que a nosotras no, machista inmundo".
Hay gente que lee el artículo literario como un análisis doctrinal; espera conceptos bienintencionados, términos políticamente correctos, aliento a causas nobles y, claro, lo que lee después le espanta. Hay gente que no soporta la literatura o que, todavía peor, considera que no existe. No comprenden que la literatura no surge de criterios morales y que el lenguaje literario rebusca en las contradicciones humanas, no en el diccionario de las ideas correctas. Esto lleva a que los defensores de cualquier causa loable se sientan ofendidos si el articulista muestra una realidad sin veladuras o si asume el lenguaje de la calle en vez de ese lenguaje eufemístico e idiota al que se resignan los agentes sociales y, en general, todos los que salen en los medios en representación de alguien o de algo.
Debería reconfortarnos que gracias a la literatura, siquiera la humilde literatura de periódico, aún se pueda apreciar la realidad en su versión más indigna, que quizás resulta el modo de poder verla mejor.
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