El latido sagrado del mundo
Pese a ser nietos del Romanticismo, o precisamente por serlo, muchos sesentayochistas abogaron por una poética fría, en respuesta a la hinchazón expansiva de un yo instalado en el confesionalismo. En el fondo, era el propio Romanticismo el que había incubado esta reserva contra el patetismo biográfico. Quienes, como Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946), apostaron desde el primer momento por una emoción compulsada por la experiencia personal, no es que fueran más románticos que sus compañeros, sino que prefirieron ser fieles al modo del Romanticismo antes que congruentes con el discurso de disolución que anidaba embrionariamente en él. Ello se percibe en Junto al lago, un cuaderno primerizo que abre esta reedición de su poesía completa, y que es una de las dos novedades de El río de sombra; la otra es Tiempo y abismo, que lo cierra, un libro ligero de forma y grávido de sentimiento que ya fue comentado en estas páginas. Junto al lago, serie de poemas arromanzados de arte mayor, permaneció inédito hasta su publicación en Cuadernos para Lisa (2001). Escrito en 1967, registra una historia iniciática de amor y soledad, al recuesto del lago de Sanabria y del monasterio de bernardos de San Martín de Castañeda. Su pasión no está tamizada aún por los velos de la cultura ni cuaja en una reflexión universalmente compartible, pero anuncia el título de 1969 Preludios a una noche total.
EL RÍO DE SOMBRA (TREINTA Y CINCO AÑOS DE POESÍA, 1967-2002)
Antonio Colinas
Visor. Madrid, 2004
676 páginas. 18 euros
LOS DÍAS EN LA ISLA
Antonio Colinas
Huerga & Fierro
Madrid, 2004
256 páginas. 13 euros
En Colinas, la llamada de la
Antigüedad y la atracción por las ruinas ejemplifican el mal de la tierra que está en el origen de la modernidad, y que padecen quienes han visto esfumarse la edad de oro o el reino de Saturno. En cambio, la exaltación de la noche, tan presente en el magnífico Sepulcro en Tarquinia (1975), pero también en su libro de 1969, en Astrolabio o en Noche más allá de la noche (1983), revela el envés de lo consabido, propicia la comunión panteísta al modo de Jakob Böhme y delata la sed novalisiana de absolutos: nótese que, bajo especie arqueológica, Sepulcro en Tarquinia refiere una historia de amor trunco, como el de la difunta Sophie ante cuya tumba crecieron los Himnos a la noche de Novalis.
Frente a esta esencialidad y pureza, Los días en la isla muestra una circunstancialidad derivada de sus componentes: una reunión de artículos, publicados en diferentes medios y épocas, sobre la Ibiza en que pasó el poeta media vida. Es imposible recoger aquí la diversidad de sus motivos, de la crítica de arte a la descripción paisajística, del retrato de un amigo al lamento por la destrucción de la isla que conoció en los setenta. Hay, no obstante, un tono común: el anhelo de armonía, que remite a la mediterraneidad helénica, como en otras obras lo hace a las umbrías del noroeste, y que tampoco excluye ciertas constantes de la cultura judeocristiana. Así, es difícil no escuchar el Eclesiastés (3, 1-8) en algunas secuencias: "Hay días para pasear y días para la concentración, días para contemplar y días para olvidar". Al arrimo del tópico sobre la bondad del tiempo pasado, Colinas se duele de la desacralización contemporánea, ejemplificada en el abandono de la agricultura o en la caterva turística que amenaza con cegar las fuentes del ser. Claro que, como en La conquista del reino de Maya, de Ganivet, la generación hippie que propagó en Ibiza sus recetas de consolación -pacifismo, simplicidad, pasividad búdica- lo hizo a costa de una preexistente vida natural que aquellos pioneros propugnaban y a la que llevaron los virus de la civilización de donde huían. Así y todo, y contingentes como son, estas páginas dejan oír el latido del mundo y constituyen una emocionante prueba de amor.
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