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Columna
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Partido de gobierno

Las aguas tranquilas del 36º congreso del PSOE celebrado el pasado fin de semana -tres meses y medio después de la victoria electoral socialista del 14-M- sólo fueron temporalmente agitadas por los forcejeos para lograr mayores cuotas de representación en los órganos de dirección del partido, votados con el abrumador respaldo mayoritario -superior siempre al 95%- de los 923 delegados. Los dos únicos secretarios generales territoriales propuestos inicialmente por Zapatero para formar parte de la Comisión Ejecutiva (CE) del PSOE eran el andaluz Chaves (como presidente) y el extremeño Rodríguez Ibarra (uno de los 18 secretarios ejecutivos); los socialistas catalanes, sin embargo, consiguieron finalmente incluir también a Montilla con el argumento de que el PSC no es una federación del PSOE sino un partido federado que tiene derecho a nombrar a sus representantes en los órganos comunes. Por lo demás, la presencia de los secretarios andaluz y catalán en la Ejecutiva estaba plenamente justificada desde el punto de vista de su contribución cuantitativa a la victoria del PSOE el 14-M: con 38 y 21 representantes, respectivamente (a 15 escaños de distancia del PP en ambos casos), los diputados de Andalucía y Cataluña forman la columna vertebral del Grupo Parlamentario del PSOE. Y aunque el peso relativo en el Congreso de los socialistas extremeños sea considerablemente menor (sus 5 diputados empatan en escaños con el PP), Rodríguez Ibarra desempeña dentro del PSOE el pintoresco papel de cascarrabias bonachón capaz de cantar las verdades del barquero al lucero del alba como cuidador de las esencias del guerrismo.

La incorporación a la CE del secretario del PSC, titular a la vez de la cartera de Industria, Comercio y Turismo, modificó también un segundo propósito inicial de Zapatero: reservar a Jesús Caldera el honor de ser el único ministro que hiciese doblete con la ejecutiva. El canario Juan Fernando López Aguilar, titular de Justicia, se deslizó a través del resquicio abierto por Montilla. La CE respeta la paridad de hombres y mujeres en su seno; sin embargo, los tres primeros puestos del ranking -secretario general, presidente y secretario de organización- continúan en manos masculinas. Prosigue la renovación generacional de la dirección: con la excepción de Chaves y Rodríguez Ibarra, los secretarios ejecutivos y de área no ocuparon altos cargos ni en el Gobierno ni en el partido durante el periodo 1982-1996. El rejuvenecimiento alcanza también a los 33 miembros de la Comisión Federal elegidos por el congreso: sólo Carlos Solchaga, Javier Solana y Carmen Alborch formaron parte en su día del Consejo de Ministros; Felipe González y Joaquín Almunia tienen asiento preferente en el máximo órgano del PSOE entre congresos por su condición de antiguos secretarios generales.

El regreso al Gobierno tras ocho de ausencia planteará a los socialistas algunos de los viejos problemas con que ya tropezaron en 1982, pero también hará surgir otros nuevos. Los planes del PSOE para relacionarse parasitariamente con las Administraciones públicas deberían estudiar a fondo algunos desgraciados precedentes del pasado que contribuyeron -primero- a la progresiva pérdida del poder municipal y autonómico socialista desde 1987 hasta 1995 y precipitaron -después- su derrota en 1996. Las dificultades inéditas procederán de las repercusiones que tengan sobre la vida interna socialista las reivindicaciones territoriales orientadas a la reforma de la Constitución y de los estatutos: las tensiones creadas durante los últimos meses por las contradictorias declaraciones del presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, a este respecto ejemplifican el tipo de conflictos que podrían hacer estallar al PSOE.

La ponencia-marco del 36º congreso y las intervenciones de Zapatero hacen pensar que los socialistas han extraído las debidas lecciones de los devastadores efectos producidos en el pasado por la corrupción individual (fuesen cargos públicos como Roldán y Urralburu o militantes como Juan Guerra) e institucional (la financiación ilegal del PSOE), la arrogancia del poder, el clientelismo en las Administración pública y la patrimonialización de las instituciones y recursos del Estado en beneficio partidista. Los buenos propósitos y los mantras moralizantes no serán suficientes, sin embargo, para impedir eventuales recaídas.

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