Gracias, señor Dylan
De Bob Dylan todo el mundo sabe algo y de Bob Dylan nadie sabe nada. Plagiando, con libertad, la gran chaqueta metálica de Kubrick: dentro de cada ignorante hay un fan de Bob Dylan luchando por salir. Cuando mi hijo me pregunte por qué carajo venimos al mundo, tendré muy clara la respuesta: para escuchar discos de Bob Dylan. Así las cosas, no debe ser nada fácil ser Robert Zimerman, nunca lo fue, pero tampoco es fácil ser cualquiera. Los corazones más pequeños duelen tanto como los corazones grandes y no hay talento que le salve a uno de las más de cien millones de maneras de morir que ya se han inventado. En un mundo perfecto cada hombre llevaría su propia bandera y las guerras no serían de cien contra cien, sino de uno contra uno, por más que le pese a Cebrián, que no entendió nunca la dignidad del boxeo. En un mundo perfecto todos y todas, vascos y vascas, seríamos Bob Dylan y en lugar de carnets de identidad tendríamos números de teléfono, para llamar y para que nos llamen. Habría religiones, a pesar de Lennon, pero no iglesias y cada uno de nosotros llevaría dentro una estampa de Dios, con los rasgos de su propia cara. Un rosario con cuentas de nuestra vida, la cruz de nuestros brazos y más fe en nuestros errores que en nuestras virtudes. Y un espejo por altar y en el escapulario una foto de Bob Dylan.
Todos mis mejores amigos han estado, al menos por un segundo, junto a Dylan, o lo han soñado, que viene a ser lo mismo.
Rodrigo Fresán le vio lavarse los pantalones vaqueros con el jabón de manos de un hotel de lujo. Cuando alguien le sugirió que mandase los pantalones a la lavandería, Dylan contestó que hacía ya muchos años que su padre le había enseñado a lavarse sus propios pantalones. Penélope Cruz me contó, después de compartir con él un rodaje, que Dylan nunca come de lo suyo y que prefiere comer un poco de lo que le den los demás. Y que con eso le basta. Andrés Calamaro, al que tanto quiero y tanto extraño, guarda su segundo de Dylan con el mismo celo con el que guarda todo lo suyo. Y así hemos ido todos, en peregrinación, buscando al Dylan que llevamos dentro. Como el Marlow de Conrad que navega entre el temor y la fascinación hacia el Kurtz que habita al otro lado del espejo.
Lo cierto es que resulta complicado hablar de Dylan, porque la razón se desboca y se vuelve uno cursi y argentino. Ya lo dijo Lorca, todas las cartas de amor son necesariamente estúpidas, y aun así, bien lo saben los fascistas, no hay nada más difícil que tumbar a un buen poeta. Así que la pescadilla se muerde la cola y es todo lo mismo y todo es Dylan. En resumen, que cuesta mucho reír y basta un tren para llorar.
Mientras tanto, él sigue dándonos la espalda, que es la mejor de sus caras. Como quien dice, dejad al hombre tranquilo, llevaos sólo sus sueños.
Ahora, otra vez, Dylan vuelve a España, con su cabaña de Woddy Gothrie en la cabeza y el sombrero blanco de Hank Williams en el alma y esa sonrisa de tahúr y ese aire de trilero que se ha ganado a pulso con los años. Y no hay nostalgia que valga lo que vale el último resplandor del último fuego. Es un milagro que dos siglos hayan compartido, como dos esposas, a un mismo Dylan y es un milagro aún mayor que podamos ser testigos.
Una vez le pagué un café a Bob Dylan en Sevilla y, en contra de la leyenda (probablemente Bob Dylan no es un santo ni un monstruo, sino lo que podría llegar a ser un hombre en el mejor de los casos), me devolvió una sonrisa y me ofreció su mano y me regaló esos dos minutos con Dylan que cualquier admirador que se precie se ha pasado la vida buscando. ¿Y qué me dijo? Me dijo gracias. Y yo le dije: no señor Dylan, gracias a usted.
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