La brisa y una sombra
Christoph Eschenbach, el titular de la Orquesta de París, uno de los hombres de moda en esto de la música -jefe máximo también en Filadelfia-, ha sido cocinero antes que fraile, quiere decirse que pianista antes que director. Y seguramente por eso acompaña como nadie, sabe lo que significa mirar a la batuta y pedir algo más que árnica, colaboración, comunión incluso si nos ponemos trascendentes. Claro que acompañar a un pianista como Pierre-Laurent Aimard es una perita en dulce, pues el francés toca como los ángeles, tiene el repertorio más amplio del escalafón y lo mismo le da Beethoven que Ligeti.
Esta vez fue el Concierto en sol menor de Ravel, lleno de bellezas, con ese segundo movimiento que es una de las cumbres expresivas del pianismo del siglo XX. Técnicamente perfecto, Aimard hizo una versión de un equilibrio asombroso, sin cargar las tintas en ninguna de las evocaciones sonoras que la pieza predica, cantando el Adagio assai con una línea de inmaculada pureza que se diría inacabable, perpetua, tan medidamente lírico como siempre exacto en lo rítmico. Fue una interpretación de esas que quedan para siempre en la memoria. Y la orquesta sonó verdaderamente francesa, eso que ya no se escucha, que dicen que se acaba irremisiblemente, con un corno inglés -curiosamente apellidado Prado- que hizo, y cómo, por la labor.
Orquesta de París
Christoph Eschenbach, director. Pierre-Laurent Aimard, piano. Obras de Berlioz, Ravel y Schumann. Festival de Granada. Palacio de Carlos V. Granada, 2 de julio.
La Orquesta de París es una muy buena formación que, a pesar de su historia de mediáticos titulares -Karajan, Solti y Barenboim, pero también los menores Bychkov y Von Dohnányi-, no acaba de subir a la división de las verdaderamente grandes. Si en la Obertura El carnaval romano de Berlioz las cosas quedaron simplemente bien hechas, hubo momentos en la Cuarta de Schumann en los que se alcanzó la excelencia. La lectura fue más romántica en los detalles que en el conjunto. Eschenbach comenzó demasiado sólido -su gesto es poco sutil y su energía algo externa- pero poco a poco fue logrando que el edificio se pusiera en pie y su mármol brillara, como si la brisa que aliviaba el calor granadino se colara también por la orquesta, sobre todo por una cuerda que el maestro parece haber trabajado a fondo. Momento muy especial fue la transición del tercer al cuarto movimiento, dicha con un cuidado, una atención y una tensión sobresalientes. La sombra del gran Charles Munch -primer director de la orquesta-, menos atento que Eschenbach pero que sabía dejarse llevar por el corazón, apareció en ese preciso instante como para decir que, así, sí.
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