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Columna
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Aire

Otra vez hace un calor mortal y la gente enciende el aire acondicionado y estallan los transformadores de la luz o se queman los cables, la vieja y polvorienta red de la compañía eléctrica, incompatible con las modernas máquinas del frío artificial. El aire acondicionado quizá sea un factor civilizador. Un tal Ellsworth Huntington vendió mucho en 1915 su libro Clima y civilización (1915), donde relacionaba temperatura, raza y éxito. Los climas calientes producen, según Huntington, pueblos insanos, torpes e inactivos. Gill-Fillan, discípulo del climatólogo racista Huntington, predijo en 1920 la decadencia de Washington, Nueva York y Los Ángeles, ciudades de veranos tropicales, frente a Detroit, Montreal y Moscú, capitales del hielo y del futuro.

Entonces llegó el aire acondicionado, sucesivamente lujo, necesidad y derecho, como dice James Meek: nos mejora a todos, todos enfriados artificialmente, perfeccionados desde un punto de vista físico y moral en un mundo cada vez más caliente. Vivimos en la Tierra más caliente de los últimos seis millones de años, según Tim Flannery, o de los últimos 500 millones de años, según Giovanni Sartori, más alarmista. Al ritmo actual de emisión de gases contaminantes, la Tierra será seis grados más caliente hacia el año 2100, dice Flannery. Pero, según Sartori, ahora mismo estamos a seis grados del nivel en el que las formas de vida conocidas se extinguirían. Y coinciden Flannery y Sartori: una Tierra más caliente es más enérgica, una fábrica de sequías, diluvios y huracanes.

Por el momento las catástrofes son menores (en comparación con el fin del mundo), locales, domésticas. Se va la luz en Granada y Sevilla (y en Nerja, Málaga, el lunes 28 de junio por la mañana, también hubo tres o cuatro apagones brevísimos), se funde la red. Dicen que la culpa es del aire acondicionado en casas mal acondicionadas. Y es verdad: algunos se atreven a tener aire acondicionado en casas inhabitables, prodigios de la arquitectura capaces de garantizar máximo frío en invierno y calor criminal en verano, es decir, casas normales según las costumbres del país: la vivienda como instrumento de tortura. Así que los mandarines políticos y económicos se ponen científicos, interrogadores: ¿A quién se le ocurre vivir en semejantes casas y encender además el aire frío?

Existe otro dilema. Para seguir trabajando y viviendo civilizadamente hay que poner el frío en casas, oficinas y coches, y, mientras nos convertimos en astronautas en cápsulas de aire sintético, lanza el acondicionador vaharadas calientes, gas el coche refrigerado y vapor la central térmica. Cada vez que ponemos el frío generamos más calor y necesitamos más frío, más aire industrial: si no siguiéramos quemando la atmósfera respirable, el mundo sería menos estupendo. El dilema es difícil, pero el Gobierno ya ha decidido cortar un pobre chorro de humo venenoso: prohibirá fumar en los bares, tradicionales centros de vicio. Así tranquilizaremos la conciencia. Y los que no tenemos coche ni aire acondicionado, y ni siquiera fumamos en la calle, ni en la casa invivible, sólo en bares donde aún se puede fumar, corromperemos el aire un poco menos.

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