De Edimburgo a las tierras altas de Escocia
Valles y colinas camino del lago Ness hacia el archipiélago de las Hébridas
Desde mucho antes del tratado de unión con Inglaterra de 1707, Edimburgo y las tierras altas, las Highlands, fueron los dos extremos más alejados de la diversidad cu
ltural y étnica del antiguo reino de Escocia. En las Highlands se hablaba gaélico, y en Edimburgo y en las tierras bajas, o Lowlands, scot. Las Highlands estaban pobladas por tribus de origen mayoritariamente irlandés y báltico, y las Lowlands, por sajones, normandos y anglos. En las Lowlands triunfó enseguida la Reforma, y en las Highlands, la sustitución de la fidelidad a la Iglesia de Roma por el nuevo credo presbiteriano fue más lenta. Las Highlands alimentaron los ejércitos que querían reconquistar el trono para los Stuart en las dos rebeliones jacobitas del siglo XVIII, y las Lowlands, con Edimburgo a la cabeza, aceptaron y alentaron la unión, seducidas por los beneficios comerciales de las redes tejidas por el naciente imperio inglés. Toda diferencia entre ambos territorios fue, sin embargo, paulatinamente abolida a raíz de dos fenómenos: por un lado, la represión inglesa tras la última rebelión jacobita, que prohibió a los highlanders el uso de los tartanes y de la gaita, así como el porte de armas de guerra, y, por otro, la revolución industrial, que supuso la definitiva abolición del sistema de clanes después de que los antiguos jefes, reconvertidos en landlords al estilo inglés, empezaron a forzar la emigración de las tierras antes comunitarias para explotarlas industrialmente. Los cambios se sucedieron tan rápidamente que, cuando, en el otoño de 1773, el doctor Johnson y su más famoso biógrafo, James Boswell, hicieron su célebre viaje a las Highlands, narrado por el primero en su Diario del viaje a las Hébridas con Samuel Johnson y por el segundo en Un viaje a las islas occidentales de Escocia, vieron sólo vestigios del antiguo sistema de clanes. Hoy, cualquier diferencia entre las Highlands y las Lowlands ha dejado de existir. El presbiterianismo es la religión mayoritaria de toda Escocia. Ha desaparecido el scot; el gaélico sólo resiste en algunas islas, como la de Barra, y el inglés se ha impuesto como la única lengua. Por otra parte, desde la visita, en 1822, del rey Jorge IV a Edimburgo, que fue la primera vez desde la prohibición que se permitió volver a vestir el tartán, y con la ayuda de Walter Scott, todas las señas de identidad que antes eran privativas de las Highlands lo han pasado a ser de toda Escocia por obra de la omnipresente industria turística. La única diferencia visible hoy, aparte de que las tierras altas continúan siendo la parte más despoblada de la ya bastante despoblada Escocia, reside en el paisaje, entre los valles holgados y las amables colinas, no muy distintas de los de la campiña inglesa, que predominan en las Lowlands, y las montañas y quebradas llenas de lagos de las Highlands.
Una ciudad demasiado conocida
James Boswell y Samuel Johnson emprendieron su viaje a las Highlands y las Hébridas en Edimburgo. Ninguno de los dos dejó dicho nada de esta ciudad en sus libros, Boswell porque había nacido allí y se detiene más en los preparativos del viaje y, como en el resto del diario, en las conversaciones y en los retratos de la gente, y Johnson, porque despacha la ciudad con una frase: "Una ciudad demasiado conocida para admitir una descripción". El viajero que llega hoy en día a Edimburgo por primera vez no se siente tan proclive a pasarla por alto. Si lo hace en tren, se verá inmerso en ella, nada más salir de la estación, en los Princess Street Gardens, junto a la Royal Scottish Academy y la National Gallery of Scotland, en la que vale la pena entrar aunque sólo sea para ver su cuadro más famoso: El reverendo Robert Walker patinando en el lago de Duddingston, de Henry Raeburn. A un lado, en la mitad sur, tras las empinadas calles que suben de Market Street, tendrá el centro medieval que ocupa la ladera antiguamente amurallada del volcán en cuya cima se asienta el castillo que domina la ciudad, y al otro lado, en la mitad norte, tras Princess Street, el ensanche que se planificó en el siglo XVIII tras la demolición de la última muralla, y que, más allá de Queen Street, hacia el noroeste, se extiende a través de ordenadas placetas circulares hasta una terraza que se abre sobre el río Leith. Gracias a eso, Edimburgo es una ciudad con dos centros históricos y con dos perfiles, el del barrio viejo, de estrechas y espigadas casas de tonos negruzcos y rojizos, y el que se contempla desde el río, con edificaciones neoclásicas de granito gris. Hoy, Edimburgo tiene mar, pero hasta que se unió con la antigua ciudad de Leith, el actual barrio portuario, las principales referencias geográficas, aparte de Castle Rock, eran la colina de Calton Hill, al noreste de la estación de tren, en la que hay un parque y un mirador desde los que se contempla a ambos lados una vista de toda la ciudad, del centro urbano y del Edimburgo que llega a la orilla del mar, y, hacia el sureste, la mole verde donde está el llamado Arthur's Seat, una colina bastante más grande y alta que la anterior, sin un solo árbol, a la que sucesivas generaciones de jóvenes nacidos en la ciudad, como James Boswell y Robert Louis Stevenson, tuvieron por escenario de sus excursiones infantiles.
Edimburgo dejó virtualmente de ser la capital de un reino independiente mucho antes de la unión con Inglaterra; en realidad, desde que en 1603 Jaime VI heredase las dos coronas y trasladase la corte a Londres. Esa impronta especial de las ciudades que fueron más importantes de lo que ahora son se nota en Edimburgo aun cuando ha dejado atrás el largo abandono provinciano y hoy refleja su pasado a la vez que, merced a la autonomía de la que Escocia se ha dotado desde el referéndum de 1999, recupera también el empuje político. Lo más molesto es el mucho turismo que se concentra alrededor de High Street, la vía que une el castillo con el palacio de Holyroodhouse, pero por lo menos tiene una peculiaridad que a quien no esté avisado sin duda le sorprenderá: las vestimentas negras de los numerosos siniestros y góticos que acuden a Edimburgo atraídos por su fama de ciudad de fantasmas. Hay tours especializados que enseñan los lugares en los que se supone habitan y otros que enseñan el Edimburgo subterráneo de las catacumbas que se formaron cuando, al demoler la muralla, tuvieron que enterrarse calles enteras de la vieja ciudad para levantar sobre ellas los puentes a través de los que la nueva debía crecer, y que hasta que se clausuraron fueron refugio de malhechores, desheredados y seguidores de cultos prohibidos. Además hay itinerarios guiados por cementerios donde uno no querría quedarse solo por la noche, como el Old Calton Burying Ground, en el que está enterrado David Hume, o el Canongate Kirkyard, donde están Adam Smith y el monumento funerario que el más famoso poeta escocés, Robert Burns, levantara a su maestro Robert Fergusson, y que, según reza en una placa, Stevenson mandó restaurar antes de morir.
Rumbo a las tierras altas
La ruta hacia las Highlands, desde Edimburgo, puede hacerse vía Glasgow o vía Aberdeen e Inverness. La primera lleva directamente hacia la costa oeste y sube luego hacia las islas, mientras que la segunda sube primero al norte y luego atraviesa la mitad norte de Escocia de este a oeste por el Great Glen, una inmensa cañada de origen glaciar en la que se sucede un lago detrás de otro, el primero y más conocido, el Ness. Subiendo de Edimburgo a Aberdeen, a lo largo de un paisaje escasamente arbolado de llanuras y colinas se pasa por Saint Andrews, donde se dice que fue inventado el golf. Está en la costa y tiene la universidad más antigua de Escocia. Campos de golf y colleges en los que, pese a su esmerada restauración, aún se intuye la ruina que eran cuando los contempló Johnson en su viaje con Boswell.
La siguiente universidad más antigua del país, tras la de Edimburgo, es la de Aberdeen. Está separada del centro urbano, en lo que se conoce como Old Aberdeen, un barrio de casas bajas de los siglos XV y XVI, junto a la antigua catedral, que es lo más atractivo de una ciudad que, pese a tener el menor índice de paro de Gran Bretaña por ser la sede de la industria petrolera del mar del Norte, hace honor al sobrenombre con el que se la conoce, "la ciudad gris", y no sólo por ser ése el color del granito con el que aún hoy se edifica.
Pese a la bonita estampa que presenta desde el río, no mejor impresión causa Inverness, la capital de las Highlands, a la que se llega por un paisaje cada vez más húmedo donde los ríos zigzaguean por praderas moteadas de árboles y de ovejas pastando, en las que el verde se mezcla con el ocre de los matojos y con el óxido de los muros de piedra que las cuartean. Se intuye que Inverness fue una ciudad importante, como atestigua que Scott la eligiera para ambientar en ella varias de sus novelas, pero hoy los estropicios arquitectónicos han acentuado una decadencia de la que no la redime la poderosa industria turística que genera el cercano lago Ness.
El espectáculo empieza al abandonar Inverness hacia el Great Glen. Durante unos kilómetros, el paisaje se adensa con extensas masas boscosas. Aun cuando se puede hacer el trayecto en tren, si no se dispone de coche, es aconsejable hacerlo en autobús, pues la carretera transcurre cercana a los lagos. Permite además hacer una parada en el castillo de Urquhart para contemplar desde cerca las aguas tan pronto plateadas como negras o azules del lago Ness. El castillo, hoy en ruinas y levantado en un punto estratégico que permite controlar la entrada al Great Glen, perteneció a los más importantes clanes de Escocia, entre ellos el de los MacDonald. Desde aquí, y hasta Fort William, que toma su nombre de una de las fortalezas con las que los ingleses trataron de controlar las Highlands, se suceden los lagos unidos entre sí por un canal navegable, el Caledonian. Los árboles de los riscos que encierran el valle desaparecen y son sustituidos por un alfombrado (verde, amarillo, naranja, marrón, violeta...) de hierba, musgo, líquenes y matorrales; y por las laderas se precipitan frecuentes torrentes. Fort William, al final del Glen y al pie del Ben Navis, la montaña más alta de Gran Bretaña, merece una parada. Situado en la desembocadura de un río que se abre en estuario al fondo de un alargado entrante del océano Atlántico, tiene aspecto de ciudad extrema y fronteriza; aún es visible en su trazado su origen de ciudad guarnición.
De tierra firme a las islas
La ruta de las islas Hébridas, más de 500, 50 de ellas habitadas, empieza en Skye, la más grande de las Hébridas interiores. Se puede llegar por carretera desde Fort William, ya que está unida por un puente a la costa, pero es preferible hacerlo en barco desde el pueblo de Mallaig. El tren que une Fort William con este puerto pesquero recorre uno de los paisajes más bellos de todas las Highlands: 30 minutos de lagos, montes coloreados y valles estrechos que desembocan, sin casi transición, en desiertas ensenadas marinas.
La isla de Skye, cuando se llega a ella en el ferry que parte de Mallaig, no permite adivinar ni su tamaño ni su riqueza paisajística: landas y turberas, vestigios volcánicos, picos modelados por las glaciaciones y espectaculares barrancos de basalto erosionado. En Skye desembarcó en 1745, procedente de Francia, el último de los Stuart que intentó ganar el trono escocés: Charles Edward Stuart, conocido como Bonnie Prince Charlie, que consiguió llegar hasta Derby con una armada de highlanders antes de ser derrotado en la famosa batalla de Culloden y huir de vuelta a Skye, disfrazado como dama de compañía de una aristócrata isleña llamada Flora MacDonald. Las costas recortadas de Skye, sus bahías profundas y la difícil comunicación entre los distintos pueblos y caseríos la hacían idónea para organizar una rebelión. Veintiocho años después, cuando llegaron Boswell y el doctor Johnson, los caminos aún no habían mejorado, como demuestra que les llevara un mes recorrerla. Hoy basta una mañana para circunvalar la parte norte (en la sur sólo se puede acceder a sus principales puertos) y tres días para conocerla con más detenimiento. No sólo el paisaje justifica la demora; también hay castillos, como el de Duvengan y Armadale; iglesias medievales, como la de Skeabost; restos neolíticos como el Hut Circle; Portree, la capital, con sus casas pintadas de color pastel, o la bahía y el puerto de Uig. Desde Uig, que no está muy lejos de Kilmuir, donde Boswell y el doctor fueron a visitar a Flora MacDonald, salen los ferrys que van a las islas de Harris y Benbencula, en las Hébridas occidentales. En ninguna de ellas pusieron el pie Boswell y Johnson. Tras 34 días en Skye iniciaron el camino de vuelta hacia el sur, parando en las islas de Coll y Mull, desde donde saltaron a la isla mayor y regresaron a Edimburgo vía Glasgow. El comentario de Johnson sobre esta última en su libro es similar al que hiciera sobre Edimburgo: "Describir una ciudad tan visitada como Glasgow resulta innecesario".
- Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) ganó el Premio Herralde de novela 1999 con París.
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