La vida en verso
En 1992 se editó en la editorial Comares la obra publicada hasta entonces de Eloy Sánchez Rosillo, con el afortunado título de Las cosas como fueron. Con el mismo rótulo, que usó después Francisco Nieva para sus memorias, nos llega ahora esta nueva recopilación, en la que se ha integrado su último libro, La vida, más algunos poemas inéditos en volumen. Estamos ante una obra cerrada, pues si bien admite continuación, la unidad interna de los títulos publicados permite prever el signo de los por venir. Avalado por el Premio Adonais, el poeta se había estrenado en 1978 con Maneras de estar solo, un libro elegiaco aunque en él prevaleciera el gozo y la plenitud del presente, y en cuyo ocasional irracionalismo no volvería a incidir. La consolidación de ese universo en Páginas de un diario (1981) invitaba a preguntarse cómo esta poesía podría evitar la reiteración formularia, compañera casi inseparable de la elegía. Al cabo de los años, ya tenemos la respuesta: Sánchez Rosillo ha impuesto sobre la inmutable retórica de la pérdida el auténtico espíritu temporalista, sujeto a la condición variable de la existencia. Fidelidad, pues, pero no formalización de los hallazgos. Poco a poco se ha ido aclarando el sentido de su evolución, que tras los dos primeros libros alcanza a divisar un primer desmonte de derrumbes en Elegías (1984), se adentra en los aconteceres de la cima existencial en Autorretratos (1989) y condensa la experiencia del desmoronamiento en La vida (1996), donde los humedales de la nostalgia adquieren una entonación trágica.
LAS COSAS COMO FUERON (1974-2003)
Eloy Sánchez Rosillo
Tusquets. Barcelona, 2004
368 páginas. 19 euros
Puede parecer un contrasentido, pero en estos versos la tristeza de la rememoración es menos fuerte que la plenitud vital de lo recordado, lo que los dota de una poderosa intensidad celebratoria. La reviviscencia se impone así a la reminiscencia. Lo que no cede nunca es el confesionalismo, incluso cuando el autor ensaya los monólogos dramáticos habituales en su generación, sobre todo en Páginas de un diario. Así lo indica la afirmación de Montaigne con que encabeza Autorretratos: "Por lo tanto, lector, yo mismo soy el tema de mi libro". A medida que la vida va quedando atrás, la escritura cobra un sentido notarial, único elemento del presente de un universo en pasado, en virtud de lo cual el autor se define como "el que recuerda, el que vivió, el que escribe". No se produce la quiebra del sistema elegiaco, porque los cambios que afectan a la existencia están ensartados por un hilo de continuidad que unifica las sucesivas muertes del niño, del adolescente y del joven que habitaron en el cuerpo de "este hombre cansado que te mira / con la emoción de siempre". La centralidad de la escritura es un absoluto poético de naturaleza romántica, expresado sin reticencias en sus dos primeros libros, a partir de los que incorpora ciertos rasgos irónicos o desenfadados en Elegías, que se apagan en sus últimos títulos, afectados por el anuncio de las sombras. Aunque en la lírica de Rosillo no existe una idea religiosa explícita, hay una conexión entre el sujeto y el universo que responde a una actitud mental panteísta. Árboles de la heredad familiar, casa de campo, estrellas nocturnas, madre luna, oros del verano...: son, todos ellos, señales de la unidad entre el poeta y el mundo, rota sólo por efecto de la herrumbre de una vejez que se anuncia.
Las estéticas sesentayochistas estaban poseídas por euforias iconoclastas y experimentales que abominaban del realismo interior y de la transitividad comunicativa. Frente a ello, Sánchez Rosillo ha optado por la sencillez confesional, la transparencia estilística y la tersura enunciativa. El peligro de atenuar hasta tal punto la espectacularidad es el de presentar obviedades. Sin embargo, Rosillo nos ofrece lo esperable sin que el resultado parezca obvio, marca inconfundible de los grandes poetas. El autor de Las cosas como fueron es el de voz más limpia, trémula y lineal de la poesía temporalista moderna, que arranca en Cernuda o Gil Albert, pasa por Ricardo Molina y continúa en Francisco Brines. He aquí, en suma, un libro ejemplar. Aunque su autor es mucho más que un epígono de los citados, y cuenta ya con estimables discípulos, no es mala cosa ser un eslabón imprescindible y coherente de esa cadena.
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