Para no entenderse
Aparte de ser un acto de demagogia política más bien barato, el número ya tradicional del líder de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) en el Congreso, Joan Puigcercós, que usa el idioma catalán en sus intervenciones parlamentarias, revela una convicción preocupante: se ve que, en su opinión, los foros públicos no existen para que los representantes democráticos que han elegido los ciudadanos con sus votos se molesten en defender sus propuestas de forma que los demás las entiendan y las puedan debatir, sino que están ahí para que cada uno pregone su mercancía sin importarle que los otros lo comprendan o no, sepan qué dice o no, se encuentren en condiciones de compartir, o no, sus puntos de vista. Qué extraño, la oratoria reducida al arte de que no te entiendan.
En otra legislatura, cuando el candidato del Partido Popular en el Parlamento de la Generalitat, Alberto Fernández, decidió hacer su primer discurso en español, el presidente Jordi Pujol le reprendió severamente, recordándole la larga lucha que el pueblo catalán había tenido que librar para tener derecho a su propio idioma. Tenía entonces toda la razón del mundo Pujol, como ahora la tiene el presidente del Congreso, Manuel Marín, cada vez que exige al portavoz de ERC que hable en castellano. ¿O es que no son idénticas las dos situaciones? Bueno, pues en ese caso no hace falta nada más que hacer un pequeño paralelo y deducir que si Pujol se parece a Marín, Puigcercós se parece a Fernández. O se convierte en Fernández en cuanto llega a Madrid.
Más allá de este caso concreto, la actitud de Puigcercós es sintomática del manejo político que los más oportunistas suelen hacer de Madrid, una ciudad que, de un lado y otro, se presenta como el emblema del centralismo, la capital de todos los problemas ajenos. A Madrid se viene a agitar las banderas y a hacer ostentación cada uno de su autonomía, como si Madrid y los madrileños fuéramos enemigos de todos. A Madrid se viene a exhibir cicatrices y a recordar agravios históricos. A Madrid se viene, en definitiva, a defenderse. ¿De qué? ¿De quiénes? Da igual, el caso es quedar bien en casa. Y, además, es fácil: te subes a la tribuna del Congreso, te pones a hablar en un idioma que la mayoría no entienda y quedas como el campeón de los nacionalismos democráticos. Pues vale, pero por aquí ya nos vamos cansando.
Entra en Madrid el compañero Puigcercós y se vuelve Fernández porque le hace el juego a Fernández y a todos los que viven de atizar fuegos y ponerse sábanas por la cabeza para hacernos creer en fantasmas. Maldita ciudad que no nos deja hablar nuestra lengua, nos niega la palabra, nos impone su yugo. A por ellos... La verdad, cuánto rendimiento publicitario se le puede sacar a tan poca cosa. Y cómo deben frotarse las manos todos los Fernández de la derecha española cada vez que Puigcercós se acerca al micrófono.
Pero, en cualquier caso, pobre Madrid, siempre en el centro de la diana, que en estos asuntos es el lugar que menos puntúa, y siempre llena de dardos. Qué difícil le resulta a esta ciudad generosa y abierta hacerse querer y no ser vista con recelo. Qué difícil se le hace escapar de los tópicos malintencionados y no ser presentada, una y otra vez, como el gran adversario, la muralla que hay que derribar y el punto a partir del cual se puede hacer palanca. Ojalá los políticos como Puigcercós tuviesen algo que mereciera la pena ser escuchado, en lugar de algo que no importa no entender. Quizás entonces, usando argumentos en lugar de pura retórica, pudiese contribuir al respeto entre culturas distintas pero no excluyentes. Eso sí, no lograría tantos titulares.
En una de las primeras películas de Woody Allen, Bananas, había una escena en la que un joven revolucionario latinoamericano, sospechosamente parecido a Fidel Castro, tomaba una sorprendente decisión nada más hacerse con el poder: se subía a un estrado y les comunicaba a sus antiguos camaradas y nuevos súbditos que, a partir de ese instante, el idioma oficial de su país sería el finlandés, o algo parecido. No sé, es que de pronto me he acordado. Debe ser una de esas asociaciones que a veces se le vienen a uno a la cabeza. Qué raro todo.
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