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Columna
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Pesos muertos

El presidente del Consell Valencià de Cultura, Santiago Grisolía, exhortaba días atrás a los consejeros de esa entidad para que moderasen su querencia a las reuniones de trabajo. Como cabe suponer, el sabio profesor no les reconvenía por su laboriosidad, sino por el dinero que nos cuesta en concepto de dietas y retribuciones. En el ejercicio 2003 esa partida se cifró en 311.000 euros, lo que para buena parte de sus beneficiarios se tradujo en unos ingresos anuales muy estimulantes. De ahí, acaso, esa diligencia en constituir comisiones, redactar informes y reunirse, aun cuando los frutos de tal aplicación apenas trasciendan o sean útiles para el gobierno del país.

Añadamos a lo dicho, y enseguida, que no nos pasma que los miembros del referido organismo perciban unas compensaciones adecuadas, que sólo son eso y en algunos casos individuales ni siquiera se ajustan a la excelencia intelectual o profesional del titular. Lo escandaloso sería, como a menudo acontece en el ámbito académico, mal pagar el tiempo y la dedicación requerida. No impugnamos, pues, el importe de las percepciones o el presupuesto de este organismo, auténtico florón de ilustres, con las excepciones que cada cual haría, pues haylas.

Lo que realmente nos desconcierta es la futilidad del Consell. ¿Para qué sirve? ¿Qué problemas nos resuelve o ha resuelto? Es probable, y no lo dudamos, que en sus memorias anuales se reseñen numerosos dictámenes y evacuación de consultas del ámbito patrimonial o, genéricamente, cultural. Sin embargo, no parece que fuera esa la razón determinante de su creación, pues para ese viaje no hacía falta tales alforjas. Aquí, el problema determinante y justificativo de esta corporación talentuda era el asunto de la lengua, su naturaleza y linaje. Sin respuesta para ese desafío, lo que procede es la amortización del tinglado. Otra cosa es que se le quiera conservar como escarapela institucional o destino partidista de personajes encumbrados.

Y por la misma regla de tres, incluso con más robustas evidencias, la Acadèmia Valenciana de la Lengua se ha convertido en otro peso muerto que lastra el dinero público y no añade una tilde de gloria a buena parte de sus componentes. Tampoco aquí hemos de evocar -aunque habría más motivo para ello- los sueldos y chollos de los académicos, que van bien servidos. La cuestión crucial es la misma antes referida: ¿para qué sirve esta docta plataforma de diálogo si todavía, a estas alturas del siglo, hay que concertar el color del caballo blanco de sant Jordi? Por lo que a los administrados concierne, el pueril debate puede prolongarse sine die, pero no debiera ser a cargo del erario público.

Y claro está que si de aliviar la fronda burocrática se trata no han de caérsenos los anillos si postulamos la poda inmisericorde de tanto falso comunicador como hay al servicio de las consejerías y corporaciones públicas, en su plural versión de periodista, fotógrafo, camarográfo o perito de la desinformación y maquillaje. Es una nueva especialidad financiada con nuestros impuestos y cuya misión no es otra que administrar la imagen de su jefe político, a quien le rinde vasallaje, que no lealtad. Nunca han faltado los profesionales de la noticia oficial y averiada, pero da la impresión de que con el PP se expanden y arraigan como las malas hierbas. A ver si otro día glosamos actividades productivas o que no vivan del cuento.

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