Una nueva política social
El triunfo socialista del 14 de marzo no ha levantado, tampoco se esperaba, las expectativas de 1982. Entonces, pletóricos de esperanza, se votó una opción nueva, sin saber muy bien lo que daría de sí, mientras que ahora, más que apoyar un programa que vagamente se supone un poco más social, se rechaza de plano la política tardía de un presidente que, con arrogancia infinita, creyó que, como no sería de nuevo candidato, podía hacer lo que le viniere en gana. En una democracia el pecado que antes se paga y a más alto precio es el de soberbia; en cambio, plegarse a la opinión mayoritaria, aunque a veces conlleve altos costes para el país, garantiza una más larga pervivencia.
En 1982, los socialistas llegaron al poder con un programa socialdemócrata que olvidaron de inmediato, convencidos de que, fracasada la tentativa socialista en Francia y derrotada la socialdemocracia en Alemania, no correspondía a un país muy debilitado continuar con el experimento. Evitando a todo trance una política de alto riesgo, el objetivo principal era durar lo suficiente para fortalecer una democracia que todavía se había tambaleado el 23-F. Prioridad absoluta tenía, por tanto, la recuperación de una economía en recesión, con un paro y una inflación crecientes, recurriendo para ello a una política ortodoxa de liberalización. Ello implicaba empezar por disminuir la carga del sector público, llevando a efecto algo tan poco popular como la reconversión industrial; luego ya vendría el momento de asentar el Estado social -educación y seguridad social para todos- sin llegar a poder poner en marcha el modelo socialdemócrata de Estado de bienestar, que exige partir de una situación de pleno empleo con un crecimiento continuado del PIB y los salarios, que España no ha alcanzado nunca.
En esta segunda etapa, los socialistas no pueden dejar de echar de continuo una mirada a la experiencia anterior para no cometer los mismos errores, pero también para subsanar las omisiones más dolorosas. No parece probable que vuelvan a cometer los dos más graves, querer asegurarse la permanencia en el poder, con una financiación ilegal del partido, ni intentar acabar con ETA utilizando los mismos métodos terroristas. Sé que erradicar la corrupción no es fácil, ni aquí ni en ninguna parte, pero confío en que no vuelva a contar con la aquiescencia de los órganos directivos del partido. En materia de lucha contra el terrorismo, aunque nos vemos confrontados con otro de mucha mayor envergadura, contamos ahora con la ventaja de combatirlo desde una dimensión europea. El terrorismo, también el de ETA, ha dejado de ser una cuestión que nos atañe a nosotros solos para convertirse en una europea, si se quiere, una occidental.
El razonable afán de corregir las omisiones del pasado resulta, sin embargo, inquietante, si se centra en poner en marcha una política socialdemócrata que tanto se echó de menos en la etapa anterior, originando a la postre un fuerte encontronazo con los sindicatos. Preocupa que ahora que se ha desplomado la socialdemocracia, incluso en los países en los que había dado sus mejores frutos, desde Suecia y el Reino Unido a Alemania, Austria y Francia, se presente como alternativa de futuro un modelo que la historia reciente ha expulsado al trastero. En las condiciones que impone la vuelta a la mundialización de la economía, como consecuencia del derrumbamiento del modelo soviético, el Estado de bienestar no ha podido mantenerse en los países que lo desarrollaron, ni, obviamente, cabe que lo alcancen los que nunca lo tuvieron. La hora de la socialdemocracia, como la del comunismo estatalista, ha pasado definitivamente y, por mucho que se empeñen los reaccionarios de toda laya, no se vuelve atrás en la historia, ni tampoco caminamos de manera ineluctable hacia un mundo mejor, como quieren los progresistas más acérrimos. Ni la historia se repite, ni el mundo progresa hacia el bien y la justicia.
Lo grave es que la izquierda española se aferra a una socialdemocracia y a un progresismo, ambos igualmente desfasados, sin estar dispuesta a reconocer los rasgos más palmarios del mundo actual. La parte más consecuente y radical se agarra, como a clavo ardiendo, al viejo comunismo, respaldada en la experiencia de los males ciertos que expande el capitalismo, y los más moderados, a menudo los mismos que no se cansaron de vilipendiar a la socialdemocracia cuando todavía significaba una opción válida, se proclaman socialdemócratas de toda la vida, sin dar el menor contenido a esta palabra.
Donde antes se hundió el modelo socialdemócrata fue en Gran Bretaña, probablemente porque también fue el país en el que se llevó más lejos la política de nacionalizaciones, arrasado luego por completo durante el Gobierno de la señora Thatcher. Esta experiencia trágica está en la base del nuevo laborismo que parte de reconocer el fracaso del modelo socialdemócrata del Estado de bienestar. No poca confusión ha originado el que el nuevo laborismo hablase también de una "tercera vía", aunque dando a este concepto un significado nuevo. Entre comunismo y capitalismo, por "tercera vía" se entendía la del socialismo democrático. Instalados ya irremediablemente en el capitalismo, el nuevo laborismo plantea una tercera opción, pero entre liberalismo y socialdemocracia. Ni el liberalismo a ultranza de la señora Thatcher, con sus terribles consecuencias sociales, ni el modelo del Estado de bienestar clásico que arrastra consigo déficit, inflación y paro.
Se podrá criticar la tercera vía laborista por unos logros bastante magros (es muy poca cosa comparado con el socialismo democrático que pretendía nada menos que superar el capitalismo o construir un Estado equitativo que distribuyese bienestar para todos), pero ha cumplido con su empeño principal, mantenerse en el poder, y si Blair no comete el error garrafal de aliarse con Bush en la guerra de Irak, hubiera durado largo. La Alemania de Schröder, incapaz de mantener el modelo socialdemócrata, anda a la búsqueda de una tercera vía, sin encontrar otras salidas que las del liberalismo más ortodoxo que rechaza el electorado. En Francia, la socialdemocracia, que parte de posiciones que en su día fueron mucho más radicales, se bandea mejor por estar en la oposición, reduciendo su papel a denunciar al Gobierno conservador por el desmantelamiento del Estado de bienestar, sin haber entrado todavía a fondo, como lo hizo el nuevo laborismo, en la cuestión básica de cuál podría ser una política alternativa que no signifique volver a los modelos del pasado, liberal o socialdemócrata.
El socialismo español a lo largo de un siglo largo de existencia nunca se ha distinguido por su altura teórica. Desde la tercera restauración de la Monarquía, el renovado ha pasado de un marxismo difuso a tomar tierra en un liberalismo ortodoxo con tintes sociales y un discurso ambiguo que se proclama progresista.
El mayor riesgo que amenaza al Gobierno socialista se esconde en el hecho de que, una vez que la vorágine de la historia se ha llevado el noble empeño de superar el capitalismo y la ambición sana de construir un Estado de bienestar, no tiene la menor idea de lo que hoy podría significar una política de izquierda. Los socialistas españoles, tan aficionados a mirar fuera, sobre todo a Francia y Alemania, han corrido un tupido velo sobre la crisis de la socialdemocracia en estos dos países y se presentan en su programa electoral como cabales socialdemócratas, dispuestos nada menos que a construir el Estado de bienestar que no hemos tenido nunca.
El grado de integración económica alcanzado en la Unión Europea deja bien claro, por si alguno tenía alguna duda, que no cabe la menor operación que ponga en tela de juicio el capitalismo. Una constatación, sin duda obvia para casi todo el mundo, es de directa aplicación a una Izquierda Unida, en la que una buena parte de la militancia hasta hace poco se encontraba en "la otra orilla", convencida de que el concepto de socialismo únicamente quiere decir algo si pretende acabar con el capitalismo. Llamazares ha superado la contradicción que arrastraba su partido de ser a la vez europeísta y anticapitalista. El europeísmo de IU, como el de los demás partidos nacionalistas, republicanos o no, confirma la aceptación del capitalismo, como un dato por mucho tiempo inamovible.
Desde el 28º congreso bis, el PSOE ha renunciado a cuestionar el capitalismo y toda la retórica sobre la forma de superarlo ha quedado fuera de su horizonte. El socialismo gobernante es europeísta y capitalista, en la unidad indisoluble en que se plantea este binomio: una economía capitalista de mercado es condición indispensable para entrar y permanecer en la UE. La dificultad que los socialistas ocultan es que, al ser competencia de la Unión buena parte de la política económica, queda muy constreñida la política social que puede realizar el Estado, a la vez que la UE no sólo no tiene una política social común sino que tampoco la va a tener en un futuro previsible. Es mentira que votar a los socialistas para el Parlamento Europeo signifique empezar a construir la Europa social; al contrario, todas las políticas realizadas hasta ahora, también cuando la mayoría del Consejo Europeo la formaban Gobiernos socialistas, caminan en sentido inverso. La última ampliación ha alejado a las calendas griegas la posibilidad de una política social común. En cambio, ni socialistas ni populares han mencionado en la campaña la cuestión que más directamente incide sobre el futuro de Europa, la admisión de Turquía, punto crucial en que ambos partidos parecen estar de acuerdo, pero que aniquila la posibilidad de una Europa social, políticamente unida.
La contradicción que llevan en su entraña los socialistas consiste en pretender construir un Estado de bienestar cuando se ha derrumbado en los países que lo levantaron en los sesenta y los setenta -entonces existía la Unión Soviética y la Comunidad Europea era sólo un mercado común- y apoyar a la vez el proceso de integración europea, tal como se lleva a cabo, en sí capitalismo puro, incluyendo la entrada de Turquía, que significa ratificar definitivamente que la dimensión social quede fuera de las competencias de la UE. La contradicción se resuelve dejando en manos del ministro Solbes la hacienda y la economía, que hará lo que tiene que hacer dentro del estrecho margen que impone la UE. Sin duda, un respiro para el ciudadano responsable y una garantía imprescindible para los inversores, pero que no resuelve el problema, porque, aunque sea una tentación difícil de vencer, la alternativa socialista en ningún caso puede consistir en reproducir la política liberal de la primera etapa socialista o de los ocho años del PP. Dentro de los estrechísimos márgenes que deja la pertenencia a la UE, es imprescindible una política que garantice, a corto plazo, un mínimo de cohesión social y a la larga un crecimiento económico suficiente para ir sentando una política social de mayores vuelos, lo que significa que el problema central, hoy por hoy, de cualquier política social con futuro es mejorar el empleo y la productividad.
En qué pueda consistir, en las condiciones particulares de la España de hoy, esta tercera vía entre liberalismo privatizador y socialdemocracia despilfarradora es la cuestión básica que el socialismo español ni siquiera se ha planteado. Ante este panorama, me temo lo peor. Por un lado, dada la hojarasca ideológica que rodea al discurso socialista sobre el Estado de bienestar, sin haber reflexionado un minuto sobre la imposibilidad a estas alturas de levantarlo, lo más probable es que la política social se reduzca a mínimos, defraudando las pocas expectativas existentes. Se centrará en el reconocimiento -no resulta caro- de algunos derechos básicos a grupos sociales hasta ahora discriminados, convirtiendo en derecho lo que ya es consenso social mayoritario. Tal vez incluso -la presión del laicismo ha aumentado- se atrevan a acoplar la Iglesia a la Constitución, aunque barrunto que, por alguna razón que se me escapa, no irán muy lejos en el proceso de colocar al catolicismo, junto a las demás confesiones, en el lugar que corresponde. Por otro, al no poder reproducir tal cual la política liberal del anterior Gobierno (en la primera etapa socialista resultó más fácil, pues se carecía de antecedentes, y fue la derecha la que se resintió de que los socialistas le arrebatasen la política que consideraba propia) y sin una idea de lo que podría significar deshacerse del modelo socialdemócrata, sin por ello caer en el liberalismo, la política social del partido gobernante se resume en aumentar el gasto, como si los déficit en educación, investigación y sanidad, por citar los más graves, se resolvieran simplemente con más dinero.
Iniciaríamos una nueva política social si no se diera un euro hasta haber hecho patente que se gasta bien el dinero del que se dispone y después de haber presentado una remodelación del sector que permita una política más eficiente y justa. En un reciente artículo, publicado en este periódico, el economista Julio Segura señalaba el camino que habría que empezar a andar para poner a punto una nueva política social: no aumentar el gasto sin un mayor control y eficacia.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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