Olímpico desdén
¿Hay alguien todavía por ahí que crea en el espíritu olímpico? ¿Existe en el mundo un deportista que no quiera ganar y se conforme con participar? ¿El amateurismo, espantoso vocablo, es una realidad? ¿ Necesita Madrid unas olimpiadas? Llevo unos días preparando las respuestas por si los del Centro de Investigaciones Sociológicas, CIS, incluyen las preguntas en el cuestionario y vienen a consultarme, cosa harto improbable porque a mí nadie me pregunta nada y nunca me han consultado para una encuesta que fuera relevante, lo que me produce cierta frustración y me obliga a verme reflejado siempre en opiniones ajenas; y es una lástima, porque en todos los sondeos hay un derroche de "no sabe, no contesta" y yo tengo una opinión para todo y estaría dispuesto a contestar y en este caso particular de las olimpiadas mi respuesta sería un 'No', rotundo y mayúsculo. No me obligarán a pasar por los aros ni aunque los pinten de colores.
Nunca he sentido en mi pecho el ardor olímpico y, aunque sigo algunas retransmisiones deportivas, no llego a emocionarme con el hockey sobre hierba, la hípica, el balonvolea, o los cincuenta kilómetros-marcha, en este caso me conformo con el último kilómetro cuando los contoneos de los atletas se hacen agónicos y unos jueces vesánicos les van descalificando en las proximidades de la meta hasta que sólo quedan los que a ellos les caen más simpáticos. Lo de la simpatía tiene también mucho que ver con mi olímpica falta de entusiasmo, y es que el penúltimo dispensador de fervores olímpicos me caía fatal y no me fiaba en absoluto de él, porque antes de dedicarse a ensalzar la deportividad, el amateurismo y el olimpismo, el señor Samaranch había defendido, con más afán incluso, los valores y las excelentísimas excelencias de la familia (numerosa), el municipio (orgánico) y el sindicato (vertical) del franquismo. Los deportes favoritos del señor Samaranch eran la escalada y la supervivencia, que no son disciplinas olímpicas, ni mucho menos para aficionados.
Los escándalos y los negocios de los comisarios y altos funcionarios del Comité Olímpico Internacional, COI, de ayer y de hoy justificarían un pequeño retoque en el lema del olimpismo que podría quedar así: "Lo importante no es ganar sino participar en las ganancias", una frase que podrían adoptar sin sonrojo gran parte de los supuestos amateurs y, por supuesto, todos los profesionales que participan a mansalva en las competiciones. Los únicos aficionados que sobreviven en las olimpiadas son los que practican deportes minoritarios y los que pertenecen a los países más pobres, que casi nunca se apuntan en "hípica", "tenis" o "natación" porque no tienen cuadras, canchas ni piscinas para entrenarse, no es que no las haya pero son particulares y sus ricos propietarios, faltos de espíritu olímpico, no suelen dejar que los atletas en ciernes monten sus caballos, pisen sus pistas o chapoteen en sus aguas.
Lo del espíritu olímpico es una falacia, y probablemente ya lo fuera en sus remotos orígenes, seguro que los aurigas de élite cobraban bajo cuerda y los atletas se atiborraban de sustancias euforizantes aprovechándose de que aún no se habían inventado los controles antidoping. Las olimpiadas ya no sirven, si es que alguna vez sirvieron, como modelo de virtudes y enseñanzas, pues lo primero que aprenden los aspirantes a deportistas de élite es a fabricarse un cuerpo de laboratorio con anabolizantes, esteroides y porquerías así. ¿Queremos ver en nuestra ciudad a cientos de yonquis de gimnasio clavándose agujas por las esquinas? "¡No, de ninguna manera!", claman o deberían clamar los lectores angustiados.
Sarcasmos aparte, el sistema de elección de la sede olímpica ya entra en contradicción con los principios del olimpismo, pues en el proceso se desata una feroz competencia que enfrenta a unas ciudades con otras con el único propósito de ganar algo. Por supuesto, las olimpiadas en Madrid producirían ganancias en el sector turístico y audiovisual y también en el ramo de la construcción y de la comisión. Negocio puro y duro, que es de lo que se trata. Si estuviéramos en periodo electoral, alguien habría dicho ya cuántos colegios, residencias y hospitales se podrían financiar con la pasta que se está invirtiendo en promocionar el olimpismo, sus pompas y sobre todo sus obras.
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