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Columna
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Cuestión de cabeza

Me impresionan, al borde de las calles o de las carreteras, los ramos de flores que la gente ata a una barandilla, un poste o un tronco de árbol, en memoria de un ser querido muerto allí en accidente de tráfico. Me impresiona descubrirlos, ver luego cómo se van marchitando, o cómo alguien los ha cambiado por otros frescos. También, verlos resurgir en el escenario de un nuevo siniestro. Al borde de los caminos esos ramos cumplen una función privada, se vuelven cementerios minúsculos, lugares de evocación y de recogimiento. Pero nos sirven también de recordatorio a los demás, a los motorizados, ciclistas o peatones que, aunque ajenos a esa particular tragedia personal, estamos implicados en el drama social que suponen los accidentes. Las flores cumplen a menudo funciones públicas, y ésta que nos avisa de los riesgos del tráfico, o que nos impide sumirnos plácidamente en su olvido, me parece una de las importantes.

En muchos lugares de Europa -yo las he visto en Francia- se están imponiendo otros recordatorios a pie de arcén. Se trata de unas siluetas humanas, de tamaño natural, pintadas de negro y con una cicatriz roja en la cabeza, que marcan en las cunetas los lugares donde se han producido accidentes mortales. Las he visto de una en una, por parejas, e incluso, en un tramo particularmente negro de una carretera de Sologne, formando una fila estremecedora. Estas llamadas a la precaución, oscuramente personalizadas, no convencen a todo el mundo. Hay quien las encuentra morbosas, y quien piensa que actualizan cruelmente el dolor de los familiares de las víctimas. Es cierto que estas apariciones tienen un punto siniestro, y que apelan, como muchos anuncios de tráfico, a la aprensión y al miedo para alcanzar su objetivo de prudencia. Lo subordino a la necesidad de unir respuestas, incluso las más emocionales, para acabar con una plaga que mató, sólo en España, a 4.032 personas el año pasado. En cuanto al dolor, creo por experiencia -¿quién no ha perdido así a un ser querido?- que entre los difíciles consuelos cabe el de contribuir a frenar una locura que nos deja una media de once muertes diarias.

El Gobierno se ha fijado el objetivo de reducir las víctimas de la carretera en un 40% en cinco años, con medidas como la de subir a 16 años la edad mínima para conducir un ciclomotor, y a 18, la requerida para llevar en la moto a un pasajero de paquete. Más de acuerdo no puedo estar. Ninguna sociedad puede permitirse ir dejando un reguero de jóvenes muertos o descalabrados en las cunetas. Ni debe fomentar, por particulares intereses económicos, los dobles discursos. Por qué se va a prohibir que los menores de edad fumen o consuman alcohol, y se va a permitir que asuman sobre dos ruedas unos riesgos que cualquier estadística revela trágicamente disparatados, de precio inaceptable y de consecuencias mayormente sin retorno. Cualquiera que salga a la calle puede hacerse, en muy poco tiempo, con un muestrario completo de temeridades, impericias y desafíos protagonizados por chavalitos que circulan en moto, obviamente ajenos a la idea de que se están jugando la vida y el porvenir. Y es que 14 años es pronto para determinadas reflexiones sobre la caducidad de la existencia, la vulnerabilidad de la carne, y los errores sin vuelta de hoja. Mejor 16 años, y mejor llegar a la línea convencional (esperanzada) de la mayoría de edad para asumir la responsabilidad de un pasajero, de alguien que sin comerlo ni beberlo puede, por un gesto nuestro, acabar por los suelos.

No insistiré en que la madurez vial, como otros asuntos de cabeza, se educa, o sólo se consigue educando. Para referirme a los vendedores de ciclomotores, a quienes esta novedad obviamente afecta, ¿es extraño pensar que lo que hoy parece perjudicarles les beneficiará a corto plazo? Si, gracias a la nueva normativa, se reduce el número de víctimas, si los padres recuperan confianza, si los seguros adaptan sus precios a una situación de riesgo menor, ¿no es razonable imaginar que aumentarán sus ventas, que crecerá el respeto y el gusto por las motos?

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