La pelambrera
Hace años, el maestro de columnistas Néstor Luján elucubraba en una de sus piezas sobre la llegada del calor veraniego y del cambio que suscita en el aspecto y las costumbres de la gente. Al final del artículo, Luján se veía a sí mismo, en una terraza de Barcelona, vestido con traje y con corbata, mientras descubría que a su alrededor todo el mundo había resuelto (y acaso hacía tiempo) desprenderse de atuendo tan formal.
La melancólica certidumbre de que uno va haciéndose mayor se reitera una generación tras otra, pero no puedo evitar, ahora que llega el calor, realizar comparaciones con las generaciones subsiguientes. Aún más en un día como el de hoy, para el que los meteorólogos predecían el pasado jueves temperaturas infernales. Me pregunto, desde una prosa varada en el 24 de junio, ¿hará tanto calor como decían? El columnista está en desventaja frente al lector; primero, porque el lector conoce la identidad del columnista, mientras que éste nada sabe de aquel que le concede unos minutos, antes de desdeñar, acaso con acierto, sus columnas; y, segundo, porque esa conversación imaginaria se resuelve en una irreparable asincronía. Hoy, jueves, todos los meteorólogos predicen calores saharianos para el día de esta publicación. Diga, lector, ¿está siendo tan duro el tiempo como decían? Pero es imposible que logre transmitírmelo: yo habito, irreparablemente, en el jueves anterior, justo cuando urdía estas líneas. Ya nunca seré tan joven como la noche en que escribí esto.
Sea cual sea el resultado de este juego (que me compromete a mí, como habitante del pasado; a usted, como habitante del presente; y a los meteorólogos, por lo que les va en sus predicciones) hoy hará calor, lo cual propiciará en los atuendos nuevas liberaciones. En tiempos de Luján, ello significaba la negación de la corbata o de la calorífera franela. En estos nuevos tiempos, la ventilación corporal llega al extremo. El atuendo habitual ya no es veraniego, sino nítidamente playero, y ha invadido el asfalto de las ciudades. Los chicos van siempre en pantalón corto y las chicas, por resumir un poco, van sin nada. Hablando de los primeros: antes la masculina pelambrera sólo asomaba en las costas, en las piscinas o en los documentales sobre tribus melanesias que emitía el UHF. Pero ahora invade aulas, hospitales, bancos y hoteles. Estamos rodeados de una rizada y masiva pelambrera. No hay modo de zafarse de tanta rodilla endurecida, de tanto muslo, de tanto apunte de entrepierna, de tanta ostentación axilar y sobaquera. El mundo, estéticamente hablando, no progresa: se deja barba.
Uno siente en zona urbana un respeto reverencial por el prójimo que le hace cubrirse castamente las ancas hasta el tobillo. Pero eso me ha convertido ya en un remedo de Néstor Luján, que creía adecuarse al verano luciendo un terno de lana fría. A menudo, por cuestiones de trabajo, visito San Sebastián, y después de la comida hago un largo paseo: no se trata tanto de afición al ejercicio como de renuencia a regresar a la oficina. Camino por Ibaeta y El Antiguo hacia la playa de Ondarreta y la sociología humana va cambiando a velocidad vertiginosa. Si en los aledaños del campus uno pasa algo desapercibido con chaqueta y largo pantalón, a medida que se acerca a la playa resulta más extravagante. La pelambrera surge con todo su esplendor. Aparecen las camisetas, los pantalones cortos. Llegan después los bañadores, los bikinis. Por fin, y sin haber divisado aún los arenales, uno siente vergüenza de ir tan vestido ante semejante multitud que luce con desparpajo la fibra o el tocino.
Con hidalga urbanidad, paseo trajeado entre muslos peludos y abultadas musculaciones de ciclista, entre femeninas formas afrutadas, que apenas velan a la vista los pezones, y ostentosos traseros dotados de vida propia. Las mujeres se adelantaron en estas exhibiciones veraniegas, pero el hombre se ha sumado a la causa con ímpetu y fervor: asoma por todas partes el pelo de la dehesa y alguno ya surca las avenidas en gayumbos, como si de un bañador de marca se tratara. Ante tanto vello expuesto se van las ganas de comer.
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