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Crítica:DANZA | Ballet de Blanca Li
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Desilusiones

La larga y variada trayectoria de la granadina Blanca Li le ha asegurado un merecido prestigio en el ámbito europeo de la danza contemporánea. Lo cierto es que ella siempre ha ido a su aire, un poco fuera de las tendencias y en una línea estilística manifiesta que la relaciona con su formación norteamericana, de una parte, y mediterránea, por otra. Sus aventuras con el cine y la música también han sido satisfactorias, todo lo cual, en principio, le preparaba idealmente para abordar el clásico ballet español por antonomasia: El amor brujo. Pero esta obra, potente y aún hoy misteriosa, juega malas pasadas. A consagrados y a debutantes, a propios y extraños. Que yo recuerde, éste es el primer intento de envergadura de llevarlo al terreno de la danza contemporánea, y se resiste.

El amor brujo

Falla / Li. Vestuario: René Zamudo. Luces: Christine Richier. Nana y Lila: Li / Paco de Lucía, Camarón, Ricardo Pachón y canciones populares marroquíes. Vestuario: Sybilla. Escenografía: Víctor Ramos y Jorge Vázquez. Palacio de Carlos V, Granada. 24 de junio.

El amor brujo creado por Li en Nancy en 1997 (y que sólo se vio después en enero de 2004 en la Ópera de Massy) tiene ahora su estreno español en una versión sensiblemente modificada sobre todo por razones de espacio escénico. El resultado es sucintamente una ilustración danzada coral a una interpretación orquestal de trámite; y tampoco es que el cante de Marina Heredia (amplificado toscamente) aportara nervio. La del estreno fue una velada fría, poco conseguida a partir de la ingratitud de colocar la orquesta detrás de los bailarines (error garrafal), lo que no permitía concentración sobre la acción bailada, que se puede resumir como una evolución concertante a la partitura. Esta acción no es capaz de conectar con el conocido argumento.

Referencias

La coreografía se proyecta como neoclásica por el vocabulario, con detalles españolizantes no profundizados en el gesto (se percute el suelo, hay alguna vuelta quebrada, los brazos dibujan arcos cerrados), pero lo realmente estimable es cómo la coreógrafa pone en juego un repertorio de referencias grahamnianas: los trajes túnica, los tocados Noguchi. La cantante va vestida como una vestal de Halston y ya en la segunda pieza, esta referencia se hace canon al prescindir de los varones y hacer una danza enteramente desarrollada por mujeres (tal como Martha Graham hizo en los años treinta). Aún en El amor brujo hay otro guiño a la historia: las ninfas de La siesta del fauno, de Nijinski; así hace avanzar Blanca Li a su coro, con proyección desde la lateralidad y buscando un hieratismo que transmita la esencialidad del drama.

La presencia del primer bailarín de la Ópera de París, Karl Paquete, niño mimado de Claude Bessy y verdadera joya de su promoción de la escuela de la casa parisiense, da un tinte singular y hasta extraño a la pieza. Paquete, con sus dotes técnicas y su talante apolíneo, juega intencionalmente a ser una especie de Apollon Musageta espectral (hay poses marcadas por Li que remiten a Balanchine), y así despliega sus facultades en el salto y los giros, siempre limpio en la colocación, intentando acoplarse con aplomo a un acento musical en principio ajeno a su danza; sus intervenciones, brillantes por su calidad personal, se quedan en una ilustración tangente, poco justificada en aras del conjunto.

La segunda pieza, que ya trajo Li a Madrid hace unos años, tiene sin embargo fuerza y belleza, dice muchas cosas, y en ella sí esta lo mejor de esta vital artista y sus preocupaciones, la mujer y el mestizaje cultural como un fenómeno de nuestro tiempo. Hubo algún abucheo al final de la primera parte, y aplausos más bien fríos al cierre; también durante esa segunda parte no faltó un incesante aunque minoritario goteo de desertores.

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