Un mandala al final de La Rambla
Verán, el mandala de Kalachakra viene de lejos. Del lejano y misterioso Tíbet, patria de lamas y yetis. Consiste en tener a un monje sentadito en plan yoga, haciendo un inmenso puzzle con arena de colorines, durante un mes o así. Ignoramos si ése es el castigo que reciben los novicios indisciplinados, pero es una de las propuestas del off Fórum -por llamarlo de alguna manera-. Una tienda de campaña al final de La Rambla, como la negra flor. Dentro, en una especie de pecera, un señor calvo vestido de morado y naranja esparce finísima arenilla hasta dibujar con ella un complicado arabesco. Importante: al final, la obra es expuesta al viento y desaparece. Su objetivo: provocar la apertura de los mecanismos que hacen fluir la paz y la concordia.
El recinto provoca una extraña sensación de aggiornamento del mundanal ruido. Fuera, los coches, los semáforos, las pilinguis haciendo esquina y una multitud enardecida de turistas, vestidos con camisetas de fútbol. Dentro, música para meditar, incienso, planos del dibujo que se está realizando y reverencia, silencio, expectación. Parecería que la organización del Fórum -cuyo recinto se promociona con spots televisivos de parque de atracciones, chumba, chumba, chumba- hubiese decidido sedar las conciencias con un poco de filosofía oriental plantada en medio de la urbe. Y, la verdad, no nos parece mal. Al fin y al cabo, el mayor éxito de este macroevento ha consistido en crear una especie de acuerdo tácito sobre los límites a las críticas. Hasta ahora, nos hemos preocupado por bocadillos, precios, olores y goteras. Es decir, hemos actuado como simples consumidores. Nos quejamos de un parque temático mal organizado. Sin embargo, no era eso lo que decía ofrecernos el consistorio. Ante la complacencia y el triunfalismo de nuestros gestores municipales, empeñados en suplicar que nos creamos que cada vez hay más público, deberíamos interrogarnos sobre las directrices morales -si es que las hubo alguna vez- que motivaron este magno encuentro. Tristemente, no podemos decir que las respuestas a esta pregunta sean de nuestro agrado.
Quizá hubiesen hecho falta más debates sobre especulación inmobiliaria; sobre el mal uso que los gobiernos occidentales hacen del hambre y de los niños refugiados, alojados en nuestra ciudad como si estuviesen en su propia casa -nunca mejor dicho-; sobre el inmenso espectáculo de consumo y diversión familiar que se nos vende como una oportunidad única para divertirse -uy, perdón, para que se comuniquen las culturas.
Y al final de La Rambla, dos posturas milenarias, el monje en cuclillas inclinado sobre su mandala, y la puta en cuclillas inclinada sobre su cliente. La cara del monje irradia conciencia prístina y una gran plenitud. La cara de la puta irradia cirugía prístina y un gran vacío que, más que del espíritu, proviene del estómago. La cara del cliente irradia prístina desesperación y mucho estómago. Una pregunta nos asalta: ¿Tendrán todos ellos seguridad social? A un lado, kalachakras y oasis de espiritualidad oriental. Al otro, calimochos y charcos de orines muy occidentales. ¿Cómo escapar de esta dicotomía que nos descuartiza el pensamiento? Encontramos la respuesta en la circularidad que reinaba en el interior del entoldado tibetano. Nosotros observábamos al monje, el monje observaba a su mandala, el mandala se introducía como semilla positiva en la corriente mental del guarda jurado, que a su vez nos observaba a nosotros. ¿Estaba allí el guarda para controlar los desmanes del monje? No, señoras y señores. Estaba allí por el fracaso de nuestro sistema educativo. La dignidad del monje contrastaba con el espíritu de mirones de feria de los allí presentes. Esperemos que algo de esa dignidad nos quede, y no se la lleve el viento junto con el mandala. Y es que Barcelona y yo somos así, señora.
Accidents Polipoètics son Xavier Theros y Rafael Metlikovez.
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