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Columna
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Revuelo europeo

Ya no existe Alemania, escribía Ulrich Beck en un excelente artículo. Y al igual que Alemania, tampoco existe el resto de las naciones que forman parte de la actual UE. Pero si la interdependencia e interrelación entre las viejas naciones, la imparable europeización, es un hecho constatable en su realidad social, también nos recuerda Ulrich Beck que en las mentes, por el contrario, "rige más que nunca la imaginación nostálgica de la soberanía nacional-estatal, que se convierte en un fantasma sentimental, en un autoengaño nacional donde buscan refugio los amedrentados y los confusos". Dos fuerzas opuestas guían, por lo tanto, el proceso de construcción europea: la necesidad y el miedo. Naturalmente, hay una tercera fuerza que ha hecho posible que hasta ahora la balanza se inclinara a favor de la primera: el deseo, el afán cosmopolita que ha visto en Europa la posibilidad de construir una realidad más rica, en la que se cumplieran los viejos ideales ilustrados. La construcción europea ya no tiene vuelta atrás, salvo a un altísimo coste, pero sin ese motor cosmopolita siempre correrá el riesgo del estancamiento.

Recientemente, los jefes de gobierno aprobaron en Bruselas lo que se ha dado en denominar Constitución europea. Simple tratado que compendia y ordena tratados anteriores, en opinión de quienes han querido minimizar su importancia, su sola denominación ya entraña sin embargo una vocación definida y una orientación que, más allá de las limitaciones de su actual articulado, señala hacia un futuro en el que la ciudadanía democrática adquiera un mayor protagonismo en la constitución de sus instituciones. Tímido o no, el paso es relevante en ese sentido, como también lo es en la regulación de un sistema de toma de decisiones que dificulte el bloqueo por cualquier interés minoritario. El documento final aún resulta farragoso y complejo, aunque no vale quejarse del resultado cuando los diversos países que participaron en su negociación daban la impresión de hacerlo desde un estricto interés nacional, por no hablar de otras miserias, sin tomar en consideración la existencia de un interés europeo, ámbito fuera del cual los intereses nacionales ya no encuentran satisfacción.

Aprobada por los jefes de gobierno, aún le queda a la Constitución europea un largo camino por recorrer hasta que sea ratificada por los diversos parlamentos nacionales, o en su caso, por referéndum de la ciudadanía de los países que así lo decidan. Y resulta llamativo el pesimismo que ha cundido cara a su ratificación desde el día mismo en que fue firmada. Le queda a uno la impresión de que su aprobación respondió a una urgencia voluntarista sin apenas fundamento en la opinión y necesidades de los ciudadanos, de otro modo no cabría tanta incertidumbre. Necesaria para quienes desempeñan tareas de gobierno, chocaría con el fantasma sentimental del que hablaba Ulrich Beck, con ese autoengaño nacional creciente a cuyo desarrollo no sería ajena, por otra parte, esa misma clase política en sentido amplio a la que le urgía su aprobación. Los euroescépticos, o los soberanistas -como también se los llama- crecerían por doquier, capitalizando la opinión pública, y no está claro qué podría ocurrir si el texto constitucional fuera rechazado por más de una quinta parte de países o, simplemente, por más de uno de los grandes.

El peligro del soberanismo lo considero, no obstante, relativo. Por lo general está vinculado a movimientos populistas de derecha radical alejados de toda opción de gobierno, es básicamente emocional y sus postulados no resisten el contraste con la realidad. Ha surgido hasta en Gran Bretaña, con el UKIP, y los británicos, con su proverbial sentido del humor, han señalado que el hecho de que cuajara en las islas un movimiento populista de derechas es indicativo de la europeización del país. Gran Bretaña parece ser el gran escollo. No lo creo. Tony Blair ha iniciado ya la campaña a favor de la Constitución proclamando que "hay que imponer la realidad al mito", que es como denomina al conjunto de falacias y temores antieuropeístas que circulan por su país, y estoy convencido de que ganará el referéndum que ha prometido. Me preocupa más Francia -país que quiero-, donde las críticas a la Constitución se hacen más por defecto -en este caso la política social y la fiscalidad- que por exceso, así estos días en un sector importante del socialismo francés. ¿Por qué temo más a Francia? Porque es el único país en el que el "más Europa" parece funcionar a veces como vehículo de algunos fantasmas nacionalistas. Veremos qué pasa.

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