Piedras al propio tejado
Escribo estas líneas sin saber cuál va a ser la desembocadura de la cumbre de Bruselas que reúne a los jefes de Estado y de gobierno de la Unión; conociendo sólo el contexto previo, los resultados de las últimas elecciones europeas (los restos de su naufragio) y los análisis consiguientes. Comparto mucho de lo manifestado. En primer lugar la decepción, que no creo que haya que situar del lado del comportamiento de la ciudadanía sino en la actitud de una clase política incapaz de colocar el debate en su sitio, y de informar y formar correctamente al electorado, abriendo los datos y los procesos institucionales, y además a un ritmo adecuado. Europa no se explica ni se discute ni se contagia a todo correr, en unas cuantas semanas de campaña; con discursos que confunden el espacio político común con el lugar común lingüístico, con el cliché de siempre. Es evidente que Europa necesita fases y frases nuevas.
Y cuando hablo de clase política, lo hago en general, como a bulto, porque una de las pocas cosas que ha avanzado simétrica y armonizadamente en la europeización es el modo dirigente, la actitud constructora desde el poder. En todos los países los ciudadanos se quejan y se resienten de lo mismo: lejanía, opacidad, discontinuidad y oportunismo en el debate europeo (tratado a escalas diferentes según la conveniencia; desde el tamaño patio de mi casa, hasta la inmensidad inabarcable del atlas); construcción tecnificada de la Unión, abstracta. Como imantada por aquella máxima del despotismo ilustrado: "todo para el pueblo pero sin el pueblo". Europa toda para los ciudadanos europeos pero, mejor, sin ellos.
Por eso, y en segundo lugar, comparto también la opinión de quienes leen la altísima abstención registrada como un acto no de apatía, sino de rebeldía. De resistencia a pasar por los aros de una propuesta política brumosa e insuficiente. Como si, en esta ocasión, no se tratara de dar sino, directamente, de entregar el voto. De confiarlo, casi a ciegas; en cualquier caso, a tientas. De destinarlo, además, al debe o al haber de unas cuentas mayormente locales, en lugar de sumarlo a la gran contabilidad de un proceso de unión y de transformación profunda de las instituciones y de las mentalidades públicas de todos nuestros países. De resistencia, en fin, a refrendar desde abajo un europeísmo tan mal predicado con el ejemplo desde arriba.
El tercer aspecto no es de compartir sino meramente de constatar. Las aguas revueltas benefician a los pescadores dice el refrán, equivocándose esta vez. Porque han sido las aguas quietas, la calma chicha de la última campaña, las que han beneficiado a los pescadores de euroescépticos. Nunca antes la contra había estado tan presente y tan organizada. Tan crecida en el seno, paradójico, del nuevo Parlamento Europeo. Este es el panorama, el contexto en que se están desarrollando los debates de los dirigentes europeos reunidos en Bruselas; y que no va a cambiar sustancialmente aunque al final consigan sacar adelante el texto constitucional. Incluso aprobada, esa Constitución no puede pasar de ser una primera piedra; sólo un estricto punto de partida. Porque no tiene sentido pensar que puede haber llegada sin gente. No habrá llegada hasta que los ciudadanos europeos la conozcan -tengan con ella una familiaridad equivalente a la que mantienen con sus propios ordenamientos jurídicos-, y una vez conocida así de cerca, la refrenden ampliamente, en la proporción en la que participan en las elecciones nacionales.
La autora rusa Marina Tsvietaieva decía que cuando escribía sabía "la palabra que es por las cien que no son". Tendrían que aplicárselo los habituales de esas cumbres que parecen limbos. Y buscar los pasos a dar en el buen sentido de Europa, por contraste con los dados malamente hasta ahora. Los lenguajes y los gestos que sí alientan la implicación ciudadana, por rechazo de los que no, de los que la ahuyentan. De los que tiran piedras al propio tejado de la europeidad, por no decir que le crían los cuervos.
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