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IDA y VUELTA
Columna
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Mi partido favorito

Enrique Vila-Matas

Desde hace unos años, en cuanto se acerca una nueva cita electoral, llega inexorablemente a mi buzón propaganda de un partido de izquierdas, única y exclusivamente de ese partido, nunca de otro que no sea él, propaganda de un partido al que no he votado nunca. Ya desde la primera vez que recibí sus cartas, me sentí muy honrado y orgulloso de que hubieran reparado en mí, de que hubieran sabido ver con tanta perspicacia que, aunque no les había votado hasta entonces, podía hacerlo en cualquier momento, pues si había un ciudadano con una verdadera tendencia a votarles ese era, sin lugar a dudas, yo. Si hasta entonces no me había atrevido a hacerlo, era porque tenía la impresión de que yo no era como la mayoría de los militantes de ese partido y que votarles sería simple y llanamente un gesto de intromisión en un terreno que me era ajeno. Y, además, porque tenía pánico a ser rechazado despectivamente por ellos, miedo de que me preguntaran extrañados: "¿Y cómo es eso, cómo es que te haces pasar por uno de los nuestros?". No votaba a ese partido sino a otro, también de izquierdas y donde tenía amigos, no votaba a ese partido por miedo a pasar la vergüenza de ser descubierto y tener que responder a acusaciones de cinismo y tener que explicar, bajo dedos acusatorios, por qué me había adentrado en un espacio que no era el mío.

Pero un buen día dejaron su propaganda en mi buzón y quedé impresionado, creí entender que por fin habían reparado en que, por mi trayectoria y convicciones políticas sobradamente expuestas en público, yo era de los suyos, yo era -para qué darle más vueltas- su militante ideal. Sin embargo, el día en que llegó la hora de votar no me atreví, como en anteriores ocasiones, a darles mi confianza, digamos que fui vencido por la inercia de votar al otro partido de izquierdas, en el que cada vez tenía más amigos. Además, ese día de las votaciones llovía, y una inmensa melancolía se apoderó de mí. Es difícil cambiar de voto cuando llueve, pensé. Naturalmente, a partir de aquel día pasé una temporada en la que a veces me invadía un remordimiento por lo que había hecho y siempre acababa llegando a la conclusión de que, para evitarme más desasosiegos, la próxima vez que hubiera elecciones les votaría a ellos, y punto.

Llegó de nuevo el tiempo de las elecciones y a mi buzón volvió a llegar la propaganda de mi partido favorito, vi que seguían sabiendo que yo era de los suyos y que sólo absurdas melancolías me habían separado hasta entonces de ellos. Comencé a lanzarles guiños en todas mis actividades, a mostrar mi conexión con sus ideas, no me estaba nunca de manifestar ante quien fuera mi ligazón moral y completa con sus planteamientos políticos. Pero de nuevo, a la hora de votarlos, me olvidé de ellos. Aun así, siguieron enviándome su propaganda, y hasta me pareció ver que a cada votación esa propaganda aumentaba de volumen. Ningún otro partido se molestaba en escribirme, como si supieran dónde tenía mis verdaderas convicciones de izquierda y mi voto. En las últimas elecciones, han redoblado su confianza en mí y yo no he hecho lo mismo, llevado por una sigilosa alegría perversa, que he descubierto que habita en mí desde hace tiempo. Me alegra dar una falsa imagen a los que quiero en este mundo, tal vez porque me tranquiliza saber que yo soy el abyecto y no ellos, que están cargados de tan buenas intenciones que hasta me envían su propaganda, sin saber que, aunque creo en ellos, no contestaré nunca a sus cartas y busco morir habiendo ofendido y colmado de las peores opiniones acerca de mí mismo a los que realmente son los míos.

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