María Teresa Campos y el perro judío
Hurto al tiempo, que es un ladrón de vidas, algunas horas para freírme en mi sudor. Soy de esas mujeres, no sé si modernas o si muy antiguas -dicen que la emperatriz Sissi era de éstas-, que se deleitan estrujando los músculos en la cinta corredora. Con un tanto a favor mío: lo hago desde la adolescencia, alejada de las modas al uso que ahora compaginan la cartera de ejecutiva y el body de gimnasia. Siempre necesité un espacio íntimo (la cinta está en casa), unos cuantos boleros sugerentes y una horita de mi tiempo para sudarme la presión, los problemillas, el trabajo, los líos, hasta los amores rotos... Pero, desde hace algún mes, y sucumbida a la fatal influencia del hombre de mi vida, que navega por el mundo con un televisor incorporado, nuestro gimnasio goza de una magnífica pantalla donde corretean, mientras correteo, personajes múltiples, chismorreos fascinantes y lo mejor del teatro patrio. Y así, entre bolero y bolero, a menudo llego al punto máximo de sudor mientras Josep Cuní, en TV-3, me explica cómo hacer la renta, qué vale una boda, o qué tanto de guapo se mantiene ese otro amor mío, amor de mis amores, que es Jan Laporta. Ayer le hice el salto a Cuní con Teresa Campos, quizás porque el recuerdo de la renta me estaba helando el sudor y me enviaba al traste todos mis intentos de calma zen. El programa no iba mal. Esa gran mujer, que es María Teresa, se emocionaba en pantalla por su cumpleaños, Jorge Javier nos divertía con su inteligencia punzante, el tema era suficientemente imbécil como para no preocuparme de nada, y los protagonistas de la noticia (una pobre madre que lloraba, un chico expulsado de la casa de su vida y una novia mala que hacía cara de mala), suficientemente extraterrestres como para resultar divertidos. Yo sudaba feliz mientras enfilaba mi kilómetro siete, cuando, de golpe, Rociíto, hablando de la pelea madre hijo, soltó algo así como que el chico se merecía un epíteto estilo "perro judío". Antes había dicho que "esto no lo hacen ni los perros" y el personal de la casa, especialmente mi colega antitaurino Jorge Javier, había salido en defensa de los perros. Pero, cuando al perro se le unió el "judío", como la cosa ya no iba con perros, nadie se quejó, nadie barbulló, nadie matizó, y la charla continuó con la alegría campera de las mañanas de la Campos. Me quedé perpleja sobre la cinta y, llegados los nueve kilómetros, que es mi límite hepático, hígado en boca me hice la pregunta que motiva este artículo: ¿vale la pena darle alguna importancia? Total, con la de tonterías que se dicen en televisión, una más..., total, un divertimento. Sin embargo, y como es obvio, he llegado a la conclusión de que sí vale la pena, de que hay latiguillos verbales que son todo un universo de prejuicios ancestrales y de que lo más estridente de todo no ha sido la frase de la chica, sino el silencio del resto de colegas. Es decir, la indiferencia.
El antisemitismo es un lugar común de la historia española y, por supuesto, el flagelo más sangrante de la historia de Europa. Contrariamente a lo que podría parecer, no sólo no es pasado, sino que conforma un preocupante presente, denunciado con lujo de argumentos en el último informe del European Monitoring Centre on Racism and Xenophobia. Según Pat Cox, que lo presentó en Estrasburgo en marzo pasado, "España es el país de toda Europa que exporta, hoy, más odio hacia los judíos". Y el estudio de Gallup, para la Liga Antidifamación, es explícito: el 72% de los españoles deportaría a los judíos de Israel; sólo el 12% aceptaría tener vecinos judíos; el 69% cree que los judíos ostentan demasiado poder y el 55% les atribuye "intenciones oscuras" que no sabe concretar. Aunque estamos hablando de un nuevo antisemitismo, especialmente concretado en la prensa y en la izquierda españolas -tan ferozmente antiisraelíes que han acabado militando en el antisemitismo-, no podemos olvidar que nosotros tuvimos a Isabel la Católica y que fuimos el artífice de la perversa Inquisición, la gran institución demonizadora del pueblo judío. El antisemitismo, pues, forma parte del córtex cerebral, de la médula colectiva, y el huevo de la serpiente se alimenta por canales inconscientes e inauditos. Por ello, cuando alguien dice en televisión "perro judío", y nadie se da cuenta de la vergüenza de la expresión, ni nota cómo chirría la trompeta del oído, ni percibe la honda indignación de un pueblo fatigado de tanto..., cuando ni María Teresa Campos -a quien le conozco su sentido de la equidad democrática- se ve en la necesidad de decir nada, es porque hay desprecios que forman parte de la normalidad. Hay insultos que están incorporados en la bondad de la Real Academia cotidiana.
Nada extraño bajo el sol de un país que nunca tuvo ninguna necesidad de enseñar la lección trágica del Holocausto. Vivimos tan de espaldas con esta vergüenza -que nos atañe directamente, puesto que formamos parte de la persecución ancestral que lo hizo posible-, que hemos conseguido banalizarla completamente. Hace poco leía cómo López Agudín, con pasmosa tranquilidad, comparaba Auschwitz con Abu Graid, y hasta se sentía inteligente. Si el Holocausto no existe en la memoria colectiva, si Isabel la Católica fue una defensora de los derechos humanos (como dijo hace pocos días, en TVE, un historiador), si la Inquisición sólo fue un exceso de tono de la cristiandad, ¿cómo va a resultar extraño que los perros y los judíos convivan, en franca hermandad, en el diccionario de insultos de Rociíto? ¿Y que la Campos ni se inmute? España nunca ha hecho los deberes con su culpa antisemita. Y de esa desmemoria activa, renace el prejuicio más lacerante.
Lo sé. Sólo es una mañana alegre en la televisión. Pero una, que no es judía, siempre se ha sentido judía ante el insulto antisemita. No sólo por solidaridad. Por responsabilidad. Y es por responsabilidad por lo que hago este artículo: hay bromas que lo son tanto, que enseñan la pata del monstruo que llevamos dentro.
Pilar Rahola es escritora y periodista. contact@pilarrahola.com
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