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Columna
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Después

Cuando uno hace el ridículo -un tropezón en plena calle que da con él en el suelo, un trompazo despistado contra un árbol, una indiscreción inocente ante otra persona- y es consciente de ello, siente cómo le sube el color y querría darle a la moviola. Reconstruye el momento anterior al suceso y desearía retornar a él para que los acontecimientos tomaran otra dirección: desearía, en definitiva, borrar lo ocurrido. Pero los hechos son tozudamente indelebles y, cuando uno hace el ridículo, lo mejor que le cabe es asumir lo acaecido y tratar de sacar consecuencias que lo lleven a vivir un poco más alerta. En nuestra vida cotidiana, el recurso a la moviola es un mecanismo compensatorio que suele tener escasas consecuencias: le vale a cada cual para desprenderse de la sensación de que es un idiota, de ahí que trate de recuperar el estado previo al de su flagrante idiotez. En la vida política, en cambio, las moviolas suelen ser más peligrosas.

La derecha española sigue en permanente estado de moviola, y a medida que transcurre el tiempo -y lo hace de forma acelerada- su película redentora nos resulta a los demás, aparte de añeja, cada vez más incomprensible. Hace ahora tres meses, les ocurrió algo que no les gustó nada, y en lugar de extraer consecuencias, centraron todos sus esfuerzos en amoldar la realidad a la exigencia de borrar aquel hecho. Viven en pleno éxtasis de la herida, una manera de curarla proyectando cualquier nimiedad al delirio. Lo que les ocurrió hace tres meses fue que perdieron unas elecciones que las iban a ganar de calle. Las expectativas seguramente formaban ya parte del ensueño, pero en lugar de darse un pellizco y volver de una vez a la realidad, siguen empeñados en ver en ésta un mal sueño, una diabólica tergiversación onírica, y tratan de recuperar su buen sueño. Aquello, lo que no tuvo que ocurrir, fue según ellos un maleficio de malandrines, y pasado el encantamiento las cosas regresarán al buen orden y los hechiceros quedarán desenmascarados. De ahí que se esmeren en valorar todo lo que va sucediendo después desde una lógica del exorcismo, y hallada la explicación compensatoria, la celebren con ebriedad de trompetas y tambores.

No es extraño que les cueste asumir aquel hecho. Si también nosotros le damos a la moviola, comprobaremos el exultante triunfalismo en que vivía la derecha española hace apenas un año: elegían candidatos a dedo marcados ya con el aura de de la sucesión inapelable en la presidencia; se jactaban de no tener una alternativa, a la que ridiculizaban; ganaban elecciones que las habían perdido, y eran ciegos a una creciente irritación ciudadana, a la que desdeñaban con algún mote liberal-apostólico. La realidad era que el poder les pertenecía y les iba a seguir perteneciendo. Lo que ocurrió fue que lo perdieron.

El pasado domingo volvieron a perder las elecciones. La lectura posterior que han hecho de los resultados sigue siendo de moviola: son una plantilla que aplican sobre los resultados del 14 de marzo para borrar éstos. Hacen extrapolaciones ridículas e imposibles sobre unas elecciones generales olvidando lo esencial: la baja participación electoral. Pero todo sea si sirve para salvar el berrinche y ajustar la realidad a su sueño. Anclados en el pasado, les urge restaurarlo y distorsionarán cualquier hecho para poder así regresar al momento pretérito. Han perdido unas elecciones, pero la única conclusión que parecen sacar de ello es que en realidad ganaron las anteriores. Nada más parece importarles, sino esa reinstauración del orden perdido y de la razón perdida. La consecuencia inmediata que extraen es que su vía era la correcta y que es preciso arremeter contra el usurpador sea como sea. El país, nublado momentáneamente por un encantamiento, estuvo, está y estará con ellos, y se lo agradecerá.

Plantearon las últimas elecciones como un problema doméstico y recogen el fracaso de las mismas como una solución doméstica. ¿Europa? Ninguna palabra sobre las causas de esa abstención preocupante. Como si nada hubiera ocurrido, salvado ya con la moviola el escollo del ridículo, retoman el discurso de la verdad y claman: la solución es el acuerdo de Niza. Ya no lo defienden ni los polacos, pero a obstinados a ellos no los gana nadie. Al igual que el E.T. de Spielberg, señalan con el dedo hacia un lugar fuera de escena y sólo se les ocurre decir: mi casa.

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