Los votos importan, y mucho
El agrio intergubernamentalismo practicado por el Gobierno de Aznar en el seno de la Unión Europea, especialmente visible en el fracaso de las negociaciones en torno a la Constitución europea en diciembre pasado, parece haber tenido como efecto colateral el instaurar una corriente de opinión que considera que la polémica en torno a los votos en el Consejo de Ministros es estéril y contraproducente desde el punto de vista de los intereses de España. Los votos, se ha dicho, no importan o importan poco, ya que la influencia y el poder de un país en la Unión Europea no tiene nada que ver con los porcentajes de votos de cada país ni con los umbrales de población o número de Estados mínimos requeridos para aprobar una medida o, alternativamente, para bloquearla. Así se desprende desde luego de los artículos publicados en esta sección de Opinión por el profesor Antonio Estella (5 de abril, ¿Son tan importantes los votos?) y el ex ministro de Asuntos Exteriores Carlos Westendorp (7 de abril, Aún estamos a tiempo). Sin embargo, son múltiples las razones que avalan la importancia de los votos.
Desde una perspectiva histórica, que los votos importan, y mucho, lo atestigua el hecho de que las discusiones acerca del sistema de votación en el Consejo de Ministros estén todavía sin cerrar después de diez años de propuestas y negociaciones al respecto. Así lo entendieron desde luego los Gobiernos socialistas en la última ampliación, cuando insistieron (siendo el propio Westendorp secretario de Estado para la UE) en que las reglas de decisión y la asignación de votos se ajustaran a criterios de equidad respecto a la población y el peso relativo de los Estados en la Unión. El que toda la Constitución europea esté pendiente de un solo artículo y de una fórmula de doble porcentaje (de Estados y de población) no es desde luego una casualidad: denota que los votos importan, y mucho.
Que los votos importan lo pone de manifiesto también hasta qué punto todos los Gobiernos recurren a medidas de poder estandarizadas a la hora de evaluar distintas alternativas y fijar su posición negociadora. Para los escépticos, el artículo de Arnaud Leparmentier en Le Monde del 11 de diciembre de 2003 (Los cálculos de Bercy incitan a Francia a la firmeza) revela que la propuesta de Giscard d'Estaing de situar la doble mayoría en el valor 50-60 (mayoría de Estados y tres quintos de la población) es consecuencia de un detallado estudio destinado a mejorar la posición relativa de Francia frente a los demás países. Así, mientras que con el sistema de Niza, Alemania y Francia eran decisivos en un 7,8% de las coaliciones posibles y España en un 7,4%, bajo el sistema de la Constitución (50-60), el poder de Alemania se eleva al 12,8% (más de un 60% de ganancia), el de Francia sube al 9,1% y el de España caería al 6,5%. Por tanto, la pérdida de poder con el cambio de Niza a la Constitución es real y no puede ser ignorada. Obviamente, esta pérdida de poder no implica necesariamente que España deba bloquear la Constitución, aunque sí constituye un buen argumento para obtener compensaciones en otras áreas o materias de interés para España.
Por esta razón, la perspectiva de que los votos no importan constituye un error doblemente grave en términos prácticos: primero, desde la perspectiva de los intereses nacionales, porque supone renunciar de antemano a estudiar qué fórmula o sistema de votación sería justa y equitativa para España (por lo menos para saber valorar a qué estamos renunciando y qué estamos otorgando a otros); segundo, desde la perspectiva de los intereses europeos en su conjunto, porque implica renunciar también a estudiar qué fórmula o sistema de votación sería, a la vez, más eficaz, más legítimo y más haría progresar el proyecto de integración en su conjunto. Pensar que la preocupación por los votos es propia de mentalidades intergubernamentalistas, cuando no profundamente euroescépticas, y, en consecuencia, renunciar a incorporar a los planteamientos de corte europeísta o federalista la discusión acerca del sistema de votación en el Consejo es un error de análisis que puede traer gravísimas consecuencias.
Pensar que los votos no importan, ya que la influencia o el poder real no se mide por los votos sino por la capacidad de negociación, refleja también un error conceptual grave, ya que supone mezclar y confundir dos situaciones completamente distintas. Una cosa es la práctica política diaria, en la que un sinnúmero de factores determina la influencia real de un Gobierno y su capacidad de negociación, y otra cosa bien distinta es una negociación constitucional cuyo objeto es definir unas reglas de juego que sean justas para todos los Estados, independientemente de sus características presentes o futuras (rico o pobre, del Norte o del Sur, mediano, grande o pequeño, agrícola o industrial, gobernado por la izquierda o la derecha, por federalistas o por euroescépticos). El que posteriormente los actores empleen mejor o peor sus votos o el que, en la práctica, las decisiones se acaben tomando por consenso de tal manera que en el día a día los votos no importen tanto es una cuestión bien distinta. El reto hoy es garantizar una Constitución que base su legitimidad en la equidad, eficacia, transparencia e inclusividad de sus reglas del juego.
En consecuencia, las negociaciones en torno a los votos en el Consejo de Ministros (la llamada doble mayoría, por la cual las decisiones serán aprobadas cuando reúnan una mayoría de Estados y tres quintos de la población, coloquialmente "50-60") deben ser examinadas desde este prisma constitucional. Por esta razón, el estudio de los índices de poder relativo y de eficacia colectiva de cada fórmula alternativa debería recibir una atención no sólo adecuada, sino exhaustiva, por parte de nuestros negociadores. De lo contrario, la inhibición en la cuestión de los votos, argumentada en torno a un supuesto servicio a la causa integracionista, podría desembocar en la paradoja de que se reforzara el intergubernamentalismo y se debilitara aún más el poder de la Comisión Europea.
El origen de esta paradoja es que la flexibilidad del sistema de doble mayoría (de Estados y de población) planteado por la Constitución permite resultados muy federalistas y equitativos (la fórmula 50-50 debilitaría notablemente el poder del Consejo y aumentaría paralelamente el poder del Parlamento Europeo y de la Comisión), pero también puede abrir la puerta a un directorio de facto de los grandes (especialmente con la fórmula 50-60 o incluso 50-66).
Dado que los votos importan, y mucho, desde el punto de vista de España resulta acuciante, antes de sentarse en la mesa negociadora de la Conferencia Intergubernamental, encontrar una posición negociadora, inevitablemente expresada en una fórmula, que maximice el poder relativo de España en las instituciones europeas y que, a la vez, sea capaz de impulsar el proyecto europeo en los términos planteados por el PSOE en su programa electoral. Cuando, como se ha señalado, más del 80% de la legislación nacional tiene su origen en la Unión Europea, defender los intereses de los españoles y españolas y, a la vez, buscar fórmulas justas y equitativas para todos los europeos y europeas no es sólo un derecho de nuestro Gobierno, sino también su obligación.
José Ignacio Torreblanca es profesor titular de Ciencia Política en la UNED.
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