Réquiem por Ronald Reagan
Es comprensible que los estadounidenses lloren a Ronald Reagan como una figura benigna que les hizo "sentirse bien consigo mismos". Pero esta burla de conjugación plantea una idea que debe escucharse por encima del chaparrón de elogios que ha acompañado a la muerte de su ex presidente a los 93 años. Existe una relación directa entre el descubrimiento de Ronald Reagan de que era "el amanecer de Estados Unidos" y aquellos aspectos de las acciones de la Administración de George W. Bush que han convertido el mundo en un lugar tan innecesariamente peligroso. Es cierto que estas acciones siguen al atentado terrorista sobre suelo estadounidense del 11-S. Pero la forma en que Bush ha llevado la "guerra contra el terrorismo" ha deshecho alianzas, trastocado a Naciones Unidas; ha alejado, en lugar de acercar, la paz en Oriente Próximo, y ha disipado gran parte de la admiración y gratitud que Estados Unidos se había ganado gracias a un sabio y generoso liderazgo durante dos generaciones.
Gracias a su soberbia maestría con los medios de comunicación logró que millones de personas que jamás le conocieron personalmente se sintieran bien con su país
En los años setenta, los estadounidenses se dieron cuenta por primera vez de que su economía era vulnerable: a los boicoteos del petróleo árabe, a la competencia de Europa y Japón
Justo en el momento en que quedó claro que la Unión Soviética se estaba debilitando, este grupo obligó a revisar al alza la valoración del peligro procedente de Moscú
Reagan no tuvo el valor para reducir el gasto nacional tan categóricamente como recortó los impuestos, ni tanto como había incrementado el gasto militar
¿Por qué no iban a sentirse bien los estadounidenses consigo mismos? El suyo es un bello país que triunfa, el más poderoso del mundo. ¿Cómo no iban a sentirse así? Sin duda, una de las características más encantadoras de Ronald Reagan era su optimismo. Hacía que las personas que le conocían (como yo, cuando le hice una biografía televisiva en 1988) se sintieran cómodos por su evidente interés en ellas y por su amabilidad. Era lo que denominamos un "hombre muy agradable". Y gracias a su soberbia maestría con los medios de comunicación logró que millones de personas que jamás le conocieron personalmente se sintieran bien con su país. No es sorprendente que la gente se sintiera agradecida por ello. Cuando Reagan fue elegido, en enero de 1981, los estadounidenses llevaban casi 20 años experimentando una conmoción postraumática. Estaba el movimiento por los derechos civiles en el sur, aceptado por la mayoría, pero suficientemente amenazador para muchos blancos sureños como para alejarles del Partido Demócrata que durante cuatro generaciones había sido su palio. En el norte había habido disturbios raciales desde 1964 en más de 700 ciudades y municipios. Estaba la larga agonía de Vietnam, que se inició a lo grande en 1965 y terminó en humillación en 1975. Estaba la sorpresa de ver los campus universitarios, que seguían percibiéndose como centros para los chicos más privilegiados de Estados Unidos, no sólo estallar en rebelión contra la guerra, sino también burlarse de todos los tabúes lingüísticos, del respeto y de la moralidad aceptada.
La presidencia, institución clave del sistema político estadounidense moderno, quedó devastada. John Kennedy fue asesinado, como su hermano Robert y Martin Luther King, el personaje más carismático que surgió de la comunidad negra de Estados Unidos. Lyndon Johnson fue abucheado y obligado a abdicar. Richard Nixon dimitió para evitar que le destituyeran, y Gerald Ford fue castigado con la derrota por perdonarle. Para muchos que recordaban a Franklin Roosevelt y que habían visto a JFK como su heredero moral, Jimmy Carter era una persona sin carácter y una vergüenza, aunque ahora sólo veamos sus verdaderas virtudes.
Y en lo que concierne a la política cotidiana, fueron años de frustración. En los años setenta, los estadounidenses se dieron cuenta por primera vez de que su economía era vulnerable: a los boicoteos del petróleo árabe, a la dependencia de la importación, a la competencia procedente de Europa y Japón. Después de 1971, el dólar había dejado de ser todopoderoso. Aquél era el contexto de la promesa de Reagan, en su campaña por la reelección de 1984, de que estábamos en el amanecer de Estados Unidos. No era tanto que hubiera cambiado nada importante. Se había declarado el amanecer. Era oficial.
El conservadurismo moderno de Estados Unidos, según surgió a finales de los años setenta y principios de los ochenta, y según parecía haber triunfado después de que Ronald Reagan sobreviviera a un intento de asesinato en la primavera de 1981, tenía cinco ingredientes. Primero, los recelos ante el Gobierno y el intervencionismo del Gobierno liberal, la venganza de la clase empresarial por años de contusiones provocadas por un Gobierno y unos sindicatos fuertes. Y asociado con ese talante vemos la revuelta fiscal lanzada con el movimiento de la Proposición 13 en California en 1977. Segundo, la sensación de que las verdades sociales tradicionales de la iglesia, familia y moral se veían amenazadas por las drogas, el feminismo, el aborto y el hedonismo sexual; el miedo al comunismo y la hostilidad hacia él, el cemento que unió a libertarios y tradicionalistas, conservadores empresariales y moralistas sociales. Un racismo prácticamente no reconocido que se ocultaba bajo la superficie, o al menos la inquietud porque las convenciones de la subordinación racial quedaran al margen. Y quizá lo más fuerte de todo ello, la penetrante sensación de que el patriotismo estadounidense, la creencia tradicional en la calidad moralmente excepcional de la vida estadounidense, la superioridad de la vida estadounidense, se encontraba amenazada.
La máscara de la benignidad
Así, cuando Ronald Reagan emplazó a sus compatriotas a sentirse bien consigo mismos, sus palabras se entendieron como una llamada perfectamente inocente a estar de buen ánimo. Pero también tenían un significado oculto y más feo. También se entendieron como "al infierno con los liberales y los radicales y los no estadounidenses que no valen para nada y tienen el descaro de insinuar que no todo es por el bien en este país, el mejor de todos los posibles". En algunas ocasiones, como en sus duros ataques a los alumnos "holgazanes" en la Universidad de California, en Berkeley, o en su despiadada destrucción del sindicato de los controladores de tráfico aéreo, Reagan permitía que se le cayera la máscara de benignidad. Pero en general, como he dicho en otras ocasiones, el mayor don de Reagan fue su capacidad para mover el centro de gravedad de la política estadounidense hacia la derecha, y no con un gruñido, sino con una sonrisa.
Desde luego, lo trasladó efectivamente a la derecha. Puede que fuera el amanecer en Estados Unidos, pero a muchos estadounidenses trabajadores y con pocos ingresos les pareció más bien una tarde de invierno. A diferencia de su modelo natural, el sol de la prosperidad económica de los últimos 20 años del siglo XX no amanecía para ricos y pobres. Fue una era de creciente desigualdad. Había muchas razones para ello. La más evidente era que quienes tenían poder en la sociedad, tanto en la política como sobre el dinero, se encargaban de que así fuera. Teniendo en cuenta las políticas fiscales y otras políticas económicas de las administraciones republicanas y de los últimos Congresos controlados por los republicanos, es difícil no sospechar que fuera deliberado. Uno de los hechos más sorprendentes de la economía estadounidense de finales del siglo XX es que el sueldo medio se redujo en un 10% entre 1973 y mediados de 1999. Los ingresos de la familia media se mantuvieron a duras penas, pero fue porque había más miembros de la familia trabajando, y todo el mundo trabajaba más horas.
Recortes fiscales
Los recortes fiscales de Reagan, aclamados por un coro de aduladores serviciales de la prensa e incluso de medios académicos como golpe maestro de la economía de la oferta, fueron tan asimétricos que entre 1977 y 1985 (la mayoría de los cambios fiscales llegaron en los cuatro años de Reagan) los pagos de impuestos del 80% de las familias estadounidenses que se situaban en la parte inferior de la escala de ingresos aumentaron en una media de 221 dólares, mientras que la liquidación de impuestos del 1% más rico se redujo en una media de algo menos de 100.000 dólares por familia. Como se quejaba el director de Presupuesto de Reagan, David Stockman, las prestaciones sociales directas no se redujeron lo necesario para compensar los recortes fiscales, y esto desembocó en desmesurados déficits, como ocurrirá con los recortes fiscales de la Administración de George W. Bush. Reagan no tuvo el valor para reducir el gasto nacional tan categóricamente como recortó los impuestos; ni, de hecho, tanto como había incrementado el gasto militar. Pero, en general, sus políticas internas, sin duda, tuvieron el efecto de incrementar grotescamente la desigualdad de los salarios, las rentas y la riqueza. Entonces, ¿cómo es que se ha protestado tan poco? No hay ningún elemento de la política estadounidense contemporánea que sea más desconcertante que el hecho de que el incremento general de la desigualdad sea un problema tan menor en la política, en un momento en que los dos partidos principales están más claramente alineados ideológicamente -los republicanos, con el conservadurismo, y los demócratas, con el liberalismo (relativo)- y cuando los partidos están más estrechamente identificados con "los que tienen", en el caso de los republicanos, y con "los que tienen menos", en el caso de los demócratas.
Hay muchas respuestas para este enigma. Una es sin duda la dependencia de los políticos de ambos partidos de las recaudaciones de fondos para sufragar unas campañas que progresivamente se desarrollan más a través de anuncios televisivos cada vez más caros. Otras podrían ser el tradicional optimismo estadounidense y la obstinada creencia, a pesar de las pruebas que indican lo contrario, de que los estadounidenses tienen la posibilidad de convertirse en millonarios. (Según cifras de la OCDE, Estados Unidos, que antiguamente fue la maravilla del mundo por la igualdad de oportunidades, estaba el penúltimo entre los países desarrollados, sólo por encima de Canadá, en la tasa de salida de la pobreza). No había principio del sólido patriotismo de Ronald Reagan más firme que su creencia de que Estados Unidos era un país donde todos podían aspirar a ser millonarios. Los hechos demostraron que, si alguna vez había sido cierto, en esos momentos era menos cierto que nunca. Aun así, muchos estadounidenses siguieron creyendo que su país era extraordinariamente igualitario, extraordinariamente justo. Una de las explicaciones para esta creciente discrepancia entre la retórica del sueño americano y la realidad de unas diferencias cada vez mayores entre los ricos -un desconcertante porcentaje de los cuales resultó que había heredado su riqueza- y todos los demás, quizá fue precisamente el soleado discurso de Reagan sobre un amanecer de gloriosa prosperidad para todos, multiplicado por la miríada de bocas de la propaganda conservadora.
En política exterior, Reagan es justamente aclamado por su intuitiva comprensión de que la única forma de acabar con la guerra fría y de romper el control del comunismo soviético sobre su imperio era mantenerse firme. No es exagerada la participación de Reagan en la caída del comunismo. Y es cierta. Efectivamente se mantuvo firme, y el comunismo cayó, tanto por sus propias debilidades internas como por la desesperación de sus propios gobernantes a la hora de superarlas. Sin embargo, la política exterior de la Administración de Reagan tuvo una vena menos benigna, y una continuidad que no puede negarse, tanto en conceptos como en personal, entre aquella tendencia y el truculento unilateralismo del Proyecto para un Nuevo Siglo Estadounidense. Cuando había que tratar con la Unión Soviética, una gran potencia nuclear (aunque debilitada), Reagan desplegaba su gracia y su encanto para convencer a Mijaíl Gorbachov de que era el amigo de Rusia. La Administración de Reagan no mostró la misma comprensión hacia los radicales, comunistas o cualquiera que desafiara los intereses estratégicos estadounidenses en el mundo desarrollado, y especialmente en Oriente Próximo y en Centroamérica y el Caribe.
La continuidad del personal resulta sorprendente. El elegido por la Administración de Bush para procónsul en Irak es el mismo John Negroponte que presidió una despiadada guerra contra la guerrilla nicaragüense desde su puesto en Honduras, donde es famoso por haber dirigido un célebre centro de torturas. Eliott Abrams, condenado por engañar al Congreso en el asunto Irán-Contra de 1987, reaparece como enlace para las relaciones con Ariel Sharon en la Casa Blanca de Bush. La continuidad de la estrategia no es menos extraordinaria. La Administración de Reagan también tuvo que enfrentarse al terrorismo de Oriente Próximo, y respondió con la fuerza. Cuando los libios pusieron una bomba en una discoteca de Berlín en 1986, Reagan bombardeó Trípoli. En Centroamérica, su Administración se encontró con una amenaza más o menos plausible del radicalismo nativo, más o menos respaldada por Cuba, con apoyo de las fuerzas antiterroristas de Nicaragua, El Salvador y otros lugares, así como con una extraña invasión de Grenada en 1983, en los días de la diplomacia cañonera.
Bush sigue la tradición
La agresiva política exterior de la Administración de George W. Bush sigue esa tradición. Pero sus orígenes se remontan a mucho antes de la Administración de Reagan, al curioso aunque decisivo episodio del Equipo B. Fue George Bush, padre, como director de la Agencia Central de Inteligencia, el que estableció el grupo de expertos para analizar de forma más escéptica las capacidades e intenciones de la Unión Soviética en tiempos de la Administración de Ford. En el preciso momento en que, según sabemos ahora, la Unión Soviética quedaba definitivamente atrás en tecnología militar y en capacidad de igualar el gasto militar estadounidense, este grupo de ideólogos, claramente influido por el gran anticomunista Paul Nitze y que incluía al joven Paul Wolfowitz, fueron por lo que ahora parece ser exactamente el mal camino. Justo en el momento en que quedó claro que la Unión Soviética se estaba debilitando, este grupo de sabios conservadores obligaron a Estados Unidos a revisar al alza su valoración del peligro procedente de Moscú.
La cuestión no es que pueda seguirse el rastro de todos los detalles de las políticas actuales de la Administración republicana hasta la época de Reagan. Al fin y al cabo, la Administración actual es mucho más arrogante, mucho más indiferente a todas las realidades, salvo su propia lógica ideológica, mucho más despreciativa ante las opiniones del exterior. La cuestión es que lo único que se les da magníficamente bien a los conservadores estadounidenses contemporáneos son las relaciones públicas, mucho mejor que lo de gestionar una economía, o una alianza, o un país conquistado, y de hecho, mucho mejor que lo de comprender por qué antiguamente se admiraba mucho más a su país en el mundo que bajo su tutela. Al tiempo que se quejan de los prejuicios liberales de los medios de comunicación, han llenado las filas del juicio editorial con voces ideológicamente seguras. Por eso, deberíamos tener cuidado con la forma en que se están utilizando la personalidad auténticamente atractiva y las políticas relativamente benignas de Ronald Reagan como escudos para proteger la reputación de sus herederos. En un mundo peligroso, hay objetivos más importantes que perseguir que el de hacer que los estadounidenses se sientan bien consigo mismos.
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