Votar por Europa
ES INDUDABLE que el Parlamento Europeo no goza de muy buena prensa ni atrae excesivos entusiasmos. Cuando se habla de él enseguida se evoca su célebre déficit democrático, una especie de pecado original del que no habría podido lavarse en las aguas de ningún Jordán. Al déficit se añade de inmediato su falta de verdadero poder, puesto que el poder ejecutivo -el Consejo de Ministros y la Comisión-, además de poseer también atribuciones legislativas, no traduce la distribución de escaños ocupados por los partidos. Por si fuera poco, los candidatos a diputados, más que por un contrastado europeísmo, se comportan en ocasiones como políticos a la espera de una áurea jubilación, por no hablar de quienes, derrotado su partido en las urnas, cambian sin rubor su escaño en un Parlamento nacional por otro en Estrasburgo. Si todo esto es así, ¿para qué molestarse en votar?
En el fondo de este escepticismo o desencanto late un mayúsculo error: haber dado por muertos antes de tiempo a los Estados nacionales y haber transferido a la Comunidad y luego Unión Europea la carga de edificar un Estado supra o transnacional. Pero la Unión no es un Estado, ni federal ni confederal; ni es tampoco un nuevo Estado en gestación. Por no serlo, la relación entre democracia y soberanía, entre representación y eficiencia no puede ser la mera transposición de un sistema estatal. No se puede aplicar, para medir el grado de democracia de un sistema como la Unión, el mismo criterio que se aplica a un Estado, sencillamente porque no lo es, ni va a serlo en un horizonte previsible.
Ahora, si la Unión no es un Estado, ni lleva camino de serlo, tampoco es un mero sistema intergubernamental. Es despreciable, por lo demás, el argumento de quienes, para evitar un análisis mínimamente informado, la descalifican como si se tratara de una confabulación de mercaderes. Mucho más que un mercado -aunque por fortuna también es un mercado, hoy con moneda única, un sueño irrealizable hace no más de veinte años-, y muy diferente a una unión intergubernamental, la Unión es una forma de autoridad supranacional basada en un sistema político complejo, que integra multitud de agentes, y dinámico, del que resulta por tanto imposible dar cuenta sin un análisis diacrónico, sin verlo en su desarrollo. Puede afirmarse con absoluta seguridad que no es hoy, en vísperas de firmarse una Constitución, lo que fue ayer, cuando se firmó el Tratado de Roma; ni será mañana lo que es hoy.
Sin duda, a medida que adquiere complejidad y que se han desarrollado sus sistemas institucional, jurídico, de gobierno, de cooperación y de conciliación, presupuestario, la indefinición que acompañó sus primeros pasos se va paulatinamente limitando. Hoy sabemos mucho más lo que es y lo que puede llegar a ser que hace 25 años, cuando el Parlamento se convirtió por vez primera en una institución directamente elegida por los ciudadanos. Hace sólo 25 años, en una historia milenaria, que existe un Parlamento elegido por sufragio universal: no es tiempo suficiente ni para entusiasmos ni para escepticismos, pero sí para haber alcanzado al menos una certidumbre: merece la pena seguir adelante.
Porque una cosa es evidente: seguir adelante va en el interés de todos los europeos. En su medio siglo mal contado de historia, la CE/UE ha conseguido una estabilidad política, una prosperidad económica y una cohesión social sin parangón con nada ocurrido en Europa desde sus orígenes, hace más de mil años. Para redondear ese éxito, acaba de lograr lo impensable: romper la milenaria barrera entre el Este y el Oeste. Sin duda, queda camino por recorrer -defensa común, política exterior, políticas sociales-, pero todo lo andado desde el comienzo hasta hoy ha ido en la buena dirección. Es hora de acabar con el argumento de que, como esto no es lo que cada cual había imaginado que iba a ser -una medievalizante Europa de los pueblos, una nueva especie de supernación o de superestado federal-, más vale declararse euroescépticos y encogerse de hombros sobre su futuro.
En esa marcha hacia adelante, otra cosa es también clara: el Parlamento desempeñará un papel cada vez más activo, con mayores atribuciones, más decisivo a la hora de formular políticas y de controlar su ejecución. Sería menester pensar por un día como europeos, dejar aparcados los miserables argumentos tantas veces esgrimidos en la pequeña política nacional y nacionalista; olvidar los llamados intereses nacionales, los repartos de poder, las reivindicaciones medievalizantes que tanto han golpeado nuestros oídos durante esta campaña y... salir a votar.
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