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VIAJE DE CERCANÍAS
Columna
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El maestro de Tárbena

Los vecinos de Tárbena pasan del móvil. En realidad también pasan de otras muchas cosas. Y hacen bien. Aquí estamos en el paraíso. Desde cualquier lugar del pueblo miras alrededor y todo parece insignificante y hasta ridículo. Acabas de ascender en solo catorce kilómetros más de 500 metros. La carretera que te trae a Tárbena desde Parcent es como una larga curva empinada que tiene centenares de curvas más pequeñas. O quizá es como una serpiente. Y los neumáticos silban en cada curva como silban las serpientes en el monte. Hasta que aparece el Coll de Rates, un desfiladero como no existe otro igual por aquí, y no sabes qué mirar: asomados a los estrechos bancales de piedra milenaria los almendros y los olivos parecen a punto de suicidarse. Y si no ellos, sus amos montados en los tractores que trabajan esas tierras, y piensas que un error de centímetros puede precipitarlos al vacío.

El maestro se llama Salvador Sanchis. Es un hombre de 42 años, bastante flaco y parece algo nervioso. Enseguida se le nota que es un tipo abierto. Y se le ve feliz. Tengo que averiguar por qué es feliz

Por fin llego al pueblo. Busco la escuela. Tengo curiosidad por saber cómo es la vida de un maestro en un pueblo como éste. Dejo el coche en la entrada porque las calles son muy estrechas y los tractores salen por esas calles como hormigas del hormiguero. El pueblo es agrícola. Sólo tiene una pequeña fábrica de embutidos y una cooperativa de aceite. El aceite debe ser de muy buena calidad.

El maestro se llama Salvador Sanchis Sempere. Es un hombre de 42 años, bastante flaco y parece algo nervioso. Enseguida se nota que es un tipo abierto. Y se le ve feliz. Tengo que averiguar por qué es feliz. A lo mejor esto depende de la calidad de vida que existe en este pueblo. De la altitud sobre el nivel del mar (550 metros) y, sobre todo, de la distancia que lo separa del mar. No tanto del mar como de todo lo que se ha construido, y a la vez destruido, cerca del mar.

"Desde aquí, si el día es muy claro, podemos ver Ibiza", dice el maestro. Pero yo pienso que aunque pudiera ver Ibiza desde aquí, no me interesa lo mas mínimo localizar la isla. Esto debe ser recíproco: los de Ibiza tampoco tendrán ningún interés en localizar Tárbena.

Pero otra cosa es Mallorca. Nunca se podría ver desde aquí y, sin embargo, casi todos los vecinos de Tárbena (censados hay 700) tienen parientes en Mallorca. Es algo que se remonta, me cuenta el maestro, a los tiempos de los moros cuya dominación les obligó a huir mar adentro. Y se fueron a Mallorca. Y muchos se quedaron para toda la vida allí, y otros (es decir, sus descendientes) regresaron cuando los moros fueron expulsados. Y de eso han quedado por lo menos dos cosas: la sobrasada de la Marina (similar a la mallorquina) y una manera de hablar el valenciano que se llama salat. "Aquí no dicen la porta sino sa porta, la taula sino sa taula...", sigue explicando el maestro.

Y entonces llegamos a Can Pinet, que es el restorán de Jaume y Alicia en el que por quinto año consecutivo el maestro come todos los días. Bueno, casi todos, porque el fin de semana lo pasa generalmente en Valencia, que es la ciudad donde Salvador Sanchis estudió Magisterio.

El restorán está lleno y el dueño, o sea Jaume, nos pone una mesa en la calle y aquí nos sentamos en sillas de plástico de esas que anuncian una cerveza pero nada más sentarnos me doy cuenta de que si los tractores son algo grandes tendremos que retroceder cada vez que pasen por la calzada. Pero esto se te olvida cuando Jaume saca primero las cosas de picar, y luego la ensalada casera y después un guiso de pescado y almejas de chuparse los dedos, que es lo que hace el maestro y el resto de los clientes fijos para los que Alicia cocina un menú insuperable de 7,50 euros. Y además hay conversación, y los que pasan con los tractores saludan al maestro, y los niños en bici tambien lo saludan, y pasa un hombre mayor con cestas de esparto que aquí mismo las trenzan en sus ratos libres y este hombre dice que aunque la cosecha de cerezas la arruinó la lluvia, él va a llenar estas cestas de cerezas. Y luego le regalará una cesta al maestro. Asi que empiezo a comprender las razones de la felicidad del maestro.

Por otra parte no tendría motivos para ser demasiado feliz: "Mi vida se puede contar en pocas líneas", dice, "no hay nada extraordinario; nací en Vergel pero a los 13 años mis padres me llevaron a Oliva. Luego, para estudiar Magisterio, que era lo que me gustaba, me fui a Valencia. Después empezó la interinidad en mi trabajo de maestro en distintos pueblos de la Marina, y ahora ya llevo cinco años cubriendo esta plaza vacante de tutor en educación primaria. Tengo siete alumnos de los que uno es rumano, otro eslovaco y los otros cinco (de ellos 3 niñas) son del pueblo. Pero estoy en la cuerda floja, en una situación de empleo precaria. Las cosas como son. Hago oposiciones para ganar una plaza fija, en propiedad, donde la haya. Hasta ahora no la he conseguido. Si enseñas no puedes estudiar, y si estudias para la oposición no puedes hacer bien tu trabajo de maestro. Otros compañeros míos están peor. Siempre hay alguien que está peor. Enseñan en tres colegios públicos de tres pueblos distintos, y tienen que hacer, por ejemplo, cincuenta kilómetros diarios en coche o en moto. Subir a Tárbena, y bajar, y luego ir a Bolulla, y después desplazarse a l'Olla de Altea. Total para ganar lo que ganamos, unos 1.500 euros. Lo que gratifica al final es la vocación. Que los niños vean que eres un buen maestro. Y compensa muchas otras carencias. Y también que en el pueblo te quieran y te respeten. Vas a cualquier casa y no puedes salir antes de dos horas. O vas a comprar a una de las tres tiendas del pueblo, y eso que en cualquier sitio te ocupa media hora aquí se convierte en dos o tres horas porque en la calle te paran, o tú paras al vecino. Y hablamos. Nos echamos una mano. Ésa es la calidad de vida. El móvil no funciona, pero con la gente sí".

El maestro ocupa un pisito modesto de tiempos de Franco, cuando se hacían edificios para este menester. No se encontraba en el mejor estado después de años sin usar. Pero lo arreglaron los dos objetores de conciencia que había en el pueblo. Hicieron un buen trabajo.

En sus horas libres lee (ahora los relatos de Quim Monzó), oye la radio (lo que más le importa es el pronóstico del tiempo) y ve un poco, no mucho, la tele. Le despiertan las campanadas del reloj de la iglesia o el ruido de la moto del médico que sube de Callosa. La vivienda es gratis. Sólo paga el agua, la botella de butano y la tasa municipal de basura. En la escuela había goteras. Ya las quitaron. Ahora quedan 30 alumnos de los que un tercio son extranjeros.

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