Las lecciones de Confucio
¿Qué se puede aprender hoy de Confucio? Este contemporáneo de Sócrates y de Buda no fue estrictamente un filósofo (aunque Ferrater Mora lo incluya en su diccionario) ni un predicador religioso (aunque acabó por rendirse culto a su memoria en los templos), sino un pedagogo y un moralista que huyó de la reflexión metafísica y de la actividad religiosa para predicar virtudes civiles y comportamientos éticos. Confucio ofrecía su talento, mediante remuneración, como consejero de los jefes políticos, y por eso se le ha comparado a veces con los sofistas griegos. Fue lo que, con el tiempo, acabaría por llamarse una eminencia gris, un asesor áulico. Pero también conoció en vida descalificaciones y destierros. Ahora se puede atisbar su mundo en la espléndida exposición que se exhibe en Caixafòrum.
Confucio fue para China lo que Cristo para Occidente, Mahoma para el mundo árabe y Marx para la sociedad industrial del pasado siglo, pero despojado de su dimensión trascendente y del componente sobrenatural de los dos primeros. Si no resultara irreverente, se podría decir que Confucio fue un eficiente tecnócrata de su tiempo y de su sociedad, más interesado por lo concreto que por lo abstracto. No predicó revoluciones ni utopías, sino normas prácticas de conducta social. Por eso, en estos tiempos de descrédito de las utopías, abocadas a los campos de concentración, nos resulta tan próximo y familiar. Suele decirse que la productividad disciplinada y jerarquizada de las sociedades de Extremo Oriente es una consecuencia del culto a los antepasados y los ancianos propio del confucianismo. Su respeto al pasado lo hizo odioso a la Revolución Cultural maoísta. Y así les fue.
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