La calidad de la calidad
En su libro, Pasando página, Sergio Vilá-Sanjuán explica que, cuando se publicó El nombre de la rosa en 1981, los historical mysteries, argumentos detectivescos ambientados en escenarios históricos, no suponían ninguna novedad. Lo que sí hizo Umberto Eco, como habían hecho otros antes que él con otras variantes del policiaco menos de sillón de orejeras, fue imprimir a su argumento densidad cultural, una mejor prosa y ofrecer el propio prestigio. Leer El nombre de la rosa se convertía de ese modo en una seña de cultura y de modernidad entre lectores hartos de especulación ensayística y novelas que, so pretexto de una interpretación más sesuda, daban gato pedante y abstruso por liebre narrativa. El éxito hizo entonces su trabajo y empezó la era del best seller de calidad. Y no es que antes no hubiera buenas novelas que alcanzasen las listas de los más vendidos, sino que de lo accidental se pasó a lo intencionado. De aquellos primeros ochenta hasta hoy, las editoriales se han esforzado por buscar esa tercera vía que, sin duda, ha marcado también el signo de la producción literaria: una novela puede colmar las ambiciones literarias de su autor, desde luego, pero si entre las ambiciones de ese autor se encuentran las de tener un mercado, más le vale que integre en su obra cuatro elementos clave para los gustos de un público amplio: la fácil lectura, la instrucción, un argumento ingenioso y la "nobleza" de intenciones (o que los buenos sean buenos y ganen al final, aunque les agiten sombras de melancolía o acaben en la inopia). Ése es el trato. Y no parece abusivo.
EL CLUB DANTE
Matthew Pearl
Traducción de V. Villacampa
Seix Barral. Barcelona, 2004
464 páginas. 21 euros
Sin embargo, el tiempo de-
bilita los pactos. Con eso, no estoy diciendo que los autores, en aras del éxito, se hayan entregado en masa a la pereza artística, ni que el riesgo haya cogido baja indefinida. El mundo editorial sólo tiene que elegir entre aquellos productos que se le brindan. Así, parece que los instintos comerciales de algunos autores se hayan dado cuenta de su propia naturaleza y dejen a la promoción el resto del trabajo. La mercadotecnia se encargará de decir cuánta calidad tiene la calidad, y si cuela, cuela. Con El Código Da Vinci, un libro absurdo, coló. Ahora le toca el turno a El club Dante, una novela que nada tiene que ver con el timo de Dan Brown, es sobrina de El nombre de la rosa y su relación con la buena literatura es discutible, en la acepción exacta del término.
La novela cuenta una serie de asesinatos en el Boston de la posguerra civil estadounidense en cuya investigación se ha visto envuelta de un modo más bien imposible, y eso lo sabemos en el desenlace, la intelectualidad patricia del lugar: Henry Longfellow (un equivalente de nuestro Núñez de Arce, para situarnos), el primer traductor de la Divina Comedia en Norteamérica, y sus compinches del club Dante, entre los que destacan James Russell Lowell y Oliver Wendell Holmes. A ninguno de ellos, la posteridad les ha puesto una nota muy alta, pero sí a algunos de sus herederos y sucesores (otro club, el de los metafísicos, no anda muy lejos, ni Henry James, y aún tendría que nacer el Lowell bueno). Éstos son, pues, los intelectuales que se lanzan a la calle desde su entusiasmo por el poeta florentino con el fin de resolver la ola de crímenes. La transmisión de ese entusiasmo es, sin duda, lo mejor de la novela. A su estatus, el club une el impulso de la acción, y a través de ella se abrirá a la realidad que hasta ahora le estaba vetada en su torre de marfil, en lo libresco y en la rencilla académica. Ése es otro de los puntos fuertes de la novela. La Vida, con su mayúscula, con su deshonor, pero también con sus luces, entra en esas existencias y, paradójicamente, les hace comprender mejor a Dante. Con ese golpe de acción empieza la literatura de verdad en Estados Unidos.
Es curioso observar cómo en-
tre los comentarios suscitados por el libro no se encuentra una particularidad fundamental. Aunque la técnica narrativa de Pearl sea la de un Conan Doyle, sus intenciones son de plena actualidad. Este libro responde desde la primera a la última línea a la crítica cultural que campa a sus anchas en la Harvard de nuestros días, una perspectiva que analiza con la misma seriedad y en equivalencia la serie Friends y, por ejemplo, la Divina Comedia. Pero Matthew Pearl no se ofrece a esta crítica de modo involuntario y desde la ingenuidad o el desinterés, como correspondería, sino que la fuerza. Así, mientras saltamos las vueltas y revueltas del intrincado argumento, que es un no parar, se establecen pautas de corrección política: el racismo (encarnado, sobre todo, en el policía Rey), la emigración, el trauma posbélico, el elitismo intelectual o la necesidad del canon. Y todo esto es muy interesante y se ofrece con mucha habilidad, pero no es, y perdón por el elitismo, literatura de calidad, salvo cuando se cita al propio Dante, o a Tennyson, o cuando la muy notable inteligencia del autor decanta sobre las páginas algunas gotas de verdadero talento.
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