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Columna
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Eurodesencanto

Enrique Gil Calvo

Cuando critico la deriva de la construcción europea, mis alumnos de sociología política me acusan de euroescéptico. Pero en mi defensa alego que sólo soy un eurofrustrado: un eurodesilusionado, un eurodesencantado, pues se me están agotando tanto la paciencia como la esperanza de que algún día se cumpla la utopía europea.

Por euroescepticismo suele entenderse la defensa autárquica de un soberanismo reaccionario, que sólo busca explotar el proceso de integración europea en el exclusivo beneficio de los más estrechos intereses nacionales.

Es la postura del Partido Popular, sin complejos ni escrúpulos para dividir o bloquear Europa con tal de sacar partido y salir ganando.

Pero frente a ello existe otra posible actitud, no menos crítica respecto a la marcha del proceso, pero cuyo escepticismo se funda en la evidente falacia de la Unión actual, que no responde en absoluto a los ideales del europeísmo político supranacional. Es el eurodesencanto.

Hay que exigir la construcción 'desde abajo' de una democracia auténtica en la UE

La Unión Europea carece de unidad política porque, a falta de dirección estratégica, sólo sirve de arena de juego donde sus miembros persiguen como free riders sus respectivos intereses nacionales.

Por eso gusta tanto en España, pues pertenecer a la Unión Europea amplía nuestra soberanía y desarrolla nuestras capacidades, al dotarnos de recursos externos y servirnos de disciplina interior. Y en lugar de una unión federal, la Unión Europea sólo es una confederación asimétrica entre dos medianas potencias nucleares, un imperio industrial en declive y sus respectivas cohortes de Estados clientes.

Pero lo peor es su déficit democrático, pues su poder ejecutivo (la Comisión) no procede del Parlamento, al estar nombrado desde arriba por un poder absoluto e ilimitado (el Consejo, formado por la agregación consociativa de los Gobiernos nacionales), que tampoco rinde cuentas ante el Parlamento.

No hay, por tanto, separación de poderes ni tampoco control constitucional, y la futura Constitución ni siquiera merecerá tal nombre, al ser una Carta otorgada desde arriba sin proceso constituyente mínimamente representativo.

Así que, como artefacto político, la Unión Europea pertenece al absolutista despotismo ilustrado del Ancien Régime, pareciéndose más a un redivivo Imperio Austro-húngaro que a un bismarckiano Cuarto Imperio Germánico, esta vez afortunadamente pacífico y no violento.

En suma, la Unión Europea es una democracia de fachada, que encubre bajo su apariencia parlamentaria un régimen predemocrático, en todo semejante a aquellos feudalismos exportadores del Tercer Mundo, tipo Japón o Arabia Saudí, que los occidentales tan olímpicamente despreciamos.

Y para no enfrentarse a la necesidad histórica de proceder a su propia transición a la democracia (antes llamada revolución burguesa), la Unión Europea se lanza a un proceso de expansión territorial, buscando ampliar su base demográfica mediante sucesivas ampliaciones de apertura al exterior.

Por eso ahora acaba de pasar de 15 a 25 miembros, y ya se apuntan nuevos objetivos externos a conquistar, preferentemente en dirección a las reservas naturales de Siberia.

Mucho se critica el imperialismo estadounidense, con toda la razón. Pero la continua expansión de las fronteras de la Unión Europea no le va a la zaga, mediante sucesivas fusiones y adquisiciones de nuevos Estados a modo de OPAS amistosas que buscan obtener economías de escala, ampliando el mercado cautivo que se rige por el Consejo de Administración con sede en Bruselas.

El problema es cómo absorber las economías así fagocitadas por el eje Berlín-París, auténtica boa constrictora que tarda lustros en poder digerir las paulatinas piezas que se cobra.

¿Quiere decirse que no merece la pena participar el domingo en las elecciones a un ficticio Parlamento Europeo que sólo legitima una democracia de fachada?

Nada de eso, justo lo contrario. Tenemos que enviar nuestros representantes a Estrasburgo, pero no para que defiendan allí los intereses de los partidos nacionales, como se nos ofrece en algunas campañas electorales, sino para exigir que en la Unión Europea se proceda a la construcción desde abajo de una democracia auténtica.

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