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Columna
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El tranvía

Recuerdo bien aquel último tranvía que circuló por Madrid. Llevaba el número 70 y cubría el trayecto de Plaza de Castilla a San Blas. Era un cacharro de fabricación italiana, un Fiat que marchaba un poco justo de fuerza y había que meterle la manivela a tope para coger carrerilla y poder superar la cuesta de los Sagrados Corazones. Me fascinaba. Sus poderosas ruedas de acero sometidas al rigor de los raíles ofrecían a la chavalería una gran variedad de posibilidades que incorporamos a nuestros juegos. La más común consistía en poner una perra gorda sobre la vía y esperar a que le pasara por encima. Los efectos del aplastamiento sobre la efigie de Franco eran espectaculares, yendo desde la distorsión caricaturesca hasta la total esfumación del personaje. También poníamos latas de conserva vacías, clavos y aquellos pistones que vendían para las pistolas de juguete. Un buen día, los que mandaban dijeron que el tranvía era un medio de transporte anticuado levantaron unos tramos de vía, otros los cubrieron con asfalto y sustituyeron el 70 por un autobús Pegaso.

Hace unos meses estuve en Amsterdam y no resistí la tentación de volver a subir en tranvía. Lo mismo me ocurrió en Viena, en Zúrich y en otras urbes europeas que en su día tuvieron la lucidez de mantener esta forma de transporte barata y no contaminante. Hay ciudades como San Francisco o Lisboa donde, además, conservan como oro en paño los tranvías dieciochescos logrando añadir a su utilidad el atractivo turístico. En honor a la verdad, la última vez que subí al Chiado en el viejo tranvía lisboeta, el conductor hubo de bajarse tres veces para encajar el trole. En aquel Madrid de los años sesenta era evidente que los tranvías ya no resultaban prácticos, aunque había algunos itinerarios como el de la mencionada línea 70 que recorría Arturo Soria de punta a punta por el bulevar central en que daba un magnífico servicio sin estorbar al tráfico. Otro tanto sucedía con el que cubría la Castellana, por las vías que hoy ocupan los carriles-bus, o ese otro que discurría desde Moncloa hasta la Ciudad Universitaria por encima del puente de Fernando el Católico. Eran, en definitiva, rutas que se prestaban al medio y podían haberse mantenido como hicieron en otras ciudades europeas que nos daban sopas con honda en urbanismo y modernidad.

Ahora, aquí en Madrid, vuelve el tranvía y vuelve paradójicamente para dar servicio a los nuevos barrios de la capital. La Consejería de Transportes ha decidido enlazar los PAU del norte con un tren ligero, como prefieren denominarlo. La línea irá desde Mirasierra hasta Pinar de Chamartín enlazando Montecarmelo, con las Tablas y Sanchinarro. Es la solución que ha adoptado el Gobierno regional para resolver los problemas de transporte de 60.000 ciudadanos que apenas tenían otra alternativa convincente al coche privado. Los nuevos colonos clamaban por el metro, pero dar servicio suburbano a un espacio de esa envergadura no es barato ni rápido. El tren eléctrico cuesta mucho menos, la tercera parte aproximadamente, y en poco más de dos años puede estar operativo. Ya saben que esta legislatura es corta y si quieren lucirse han de optar por las soluciones relámpago. El metro siempre es el metro, sin embargo, estos nuevos tranvías tienen la ventaja de poder multiplicar el número de paradas lo que se agradece enormemente en zonas residenciales muy amplias.

La intención además es incorporarlo directamente a la red del metropolitano como una línea más, con la misma tarifa y el mismo billete. La idea de resucitar los tranvías puede ser útil, pero no original. Dentro y fuera de España hay muchas ciudades que apostaron hace tiempo por recuperar esta forma de transporte. Es el caso de Roma, de Valencia o Barcelona y, a decir verdad, la experiencia en general está funcionando bien, salvo algunos matices relacionados con la seguridad. En la Ciudad Condal se han producido algunos accidentes atribuidos a la falta de costumbre de los automovilistas ante la preferencia absoluta de un transporte por vía férrea. Aquí el trazado del tren ligero deberá reducir esos riesgos minimizando en lo posible el espacio compartido con los coches y soterrando los tramos más peligrosos. Por lo demás, los nuevos tranvías nunca tendrán el sabor de los que aplastaban nuestras perras gordas, pero a cambio tampoco descarrilará el trole.

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