_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Apagad las velas

"Un sacrificio es, en definitiva, / una atadura", dice el escritor judío Yehuda Amijai en uno de los poemas de su último libro publicado en España, Detrás de todo esto se oculta una gran felicidad, y por alguna razón me parece que ese verso explica lo que deben sentir los trabajadores de la estación de Atocha que han suplicado, respetuosamente, que se retire el santuario popular que hay en el vestíbulo del edificio desde el 11 de marzo, esa sobrecogedora capilla ardiente que forman miles de velas rojas cuya luz es, sin ninguna duda, un antídoto infalible contra las tinieblas del tiempo y del olvido. Y un hermoso homenaje espontáneo a las ciento noventa víctimas del crimen. Pero que también son, igual que en el poema de Amijai, una atadura.

Los empleados de la estación dicen que esas velas rojas "los están minando", que les recuerdan de un modo atroz la tragedia y les obligan a "revivir el dolor día tras día". El auténtico dolor es inabarcable, al contrario que la felicidad, y ya lo dijo otro gran poeta, el checo Vladimir Holan, en un libro titulado, precisamente, Dolor: "El dolor es lo único / que nunca adquiere dimensión humana, / siempre es mayor que el hombre / y sin embargo tiene que caberle en el corazón". A los empleados de la línea de cercanías de Atocha ya no les cabe en el corazón la luz de las velas rojas, porque esa luz no los ilumina, los quema.

Con todos los respetos, creo que los trabajadores de la estación de Atocha tienen derecho a poder apartar la vista del espanto, como todos nosotros, y a cambiar la herida abierta por una cicatriz. Cuando las velas se apaguen serán sustituidas, además, por la hermosa idea del Bosque de los ausentes, que se va a perpetuar, tras su aparición publicitaria en la boda del príncipe de Asturias, en el parque del Retiro, donde crecerán sus ciento noventa cipreses y olivos como centinelas de la memoria, en señal de homenaje y como muestra de respeto hacia los desaparecidos.

Habría sido mejor dejarlos en Atocha, que se ha convertido en el símbolo del atentado, pero al parecer los árboles no podrían enraizar en ese punto. Da igual, en el fondo, porque los recuerdos se pueden cambiar de sitio y mantener de muchas maneras: en el Bosque de los ausentes se podrán hacer, cuando llegue la Feria del Libro, lecturas de poemas; se podrá pasear entre sus árboles y, sobre todo, habrá el silencio verde de los jardines. En mitad de este mundo apresurado y cortante, ¿qué mejor ofrenda que el silencio?

Se nota que los trabajadores de la estación de Atocha, que ni siquiera han pedido que las velas se retiren, sino sólo que se cambien de lugar, han hecho su petición con miedo, porque saben que se arriesgan a que los llamen insensibles o egoístas. Y porque habrá muchos que defiendan, con argumentos respetables, la permanencia del santuario: lo mismo que a los empleados de Atocha los destrozan las luces de las velas rojas, a muchos familiares de los caídos les ofrecerán consuelo.

Pero quizá lo que hayan hecho esos trabajadores, consciente o inconscientemente, sea hablar en nombre de muchas personas y exponer una necesidad colectiva: tenemos que combinar el recuerdo con el futuro y tal vez por eso ahora, casi tres meses después del drama, ha llegado el momento de sustituir las velas por los árboles, un emblema de la muerte por otro de la vida. Ha llegado el momento de cambiar lo que se consume por lo que crece y dura.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

En 1947, Giuseppe Ungaretti publicó un libro que también se llama El dolor y en el que contaba la muerte de su hijo, a los nueve años. El final de ese largo grito que es la obra más amarga del poeta italiano nacido en Alejandría es, sin embargo, una afirmación del poder de los recuerdos para mantenerse en pie en medio de la realidad y en el centro de la vida:

"Que el viento siga arreciando, / que su estruendo desconsuele para siempre / a palmeras y abetos, silencioso / el grito de los muertos es más fuerte".

Que el viento de Madrid apague las velas rojas de Atocha y sople sobre los árboles del Bosque de los ausentes. Cerrar una herida no es negarla. Las cicatrices no son tachaduras, sino un idioma: son el lenguaje del dolor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_