Un hombre cabal
Había crecido en los ominosos tiempos de la Guerra Civil, donde toda privación tuvo su asiento y en la que perdió al padre por azares de la contienda. De familia patricia malagueña, una madre voluntariosa y decidida encaminó sus pasos en la niñez y adolescencia, sin descuidar la formación universitaria, hasta que llegó un segundo marido, titular de una considerable fortuna. Entre las aficiones de este hombre estuvo el mar, y fue capitán de su propio barco, que pilotó por los siete mares. Otra, la caza; llegó a figurar entre las primeras escopetas de Europa. Safaris en África y Asia, faisanes en la socialista Polonia y bajo las brumas escocesas, trofeos medalla de oro que decoran la gran mansión donde ha residido los últimos años, en la provincia de Albacete, una propiedad que la Desamortización secularizó y fue a parar a manos del mítico marqués de Salamanca. Antes fue convento y, durante la contienda, sede del Estado Mayor del Aire republicano.
Entre sus dones estaba el dominio de los idiomas, que hablaba sin acento, incluso era muy leve el suyo malagueño. Desaparecido también el segundo padre adoptivo se plantea la gestión, conservación y acrecentamiento de una importante herencia, lo que primero resuelve con tesón y acierto la madre y luego toma las riendas nuestro hombre. No es fácil ser rico y seguir siéndolo en un mundo de talante despiadado. Ahonda en las finanzas internacionales con acierto y decide afincarse en la perla de las propiedades recibidas: casi 20.000 hectáreas en la provincia de Albacete. Aparte del convento y aledaños, la huerta y los jardines, el resto era como la mayor parte de las tierras de aquella zona: árida, sin apenas otro cultivo que el maíz, para justificar la abundancia de caza menor, que algo tiene que comer. Así se tiene como uno de los más próvidos cotos de perdiz y por allí han pasado los más afamados tiradores, desde Alfonso XIII hasta Giscard d'Estaign, Bush padre, los condes de París, y una nómina interminable, entre los que han estado el propio Francisco Franco y nuestro actual Rey.
He tenido la gran suerte de disfrutar de la amistad de ese hombre y de su generosa hospitalidad. El avezado cosmopolita que se movía con la misma soltura en los despachos de Wall Street, la City londinense, los bufetes parisienses o de Hong Kong, decidió echar raíces en aquellos páramos manchegos para convertirse en lo que más tenía a escondido orgullo: ser un labrador, un agricultor que cuida con amor la tierra y le saca sus frutos.
No ha sido el único, por supuesto; en otras partes de la región hay gentes como él, pero fui testigo presencial del empeño en buscar la llave del tesoro nutricio: el agua, hundida a más de 400 metros, donde hay que buscarla y aprovecharla. Debajo de la superficie, unas descorazonadoras capas de mineral de hierro rechazan la perforadora, pero la voluntad y el tesón la hizo aflorar, transformando buena parte del terreno árido en feraces regadíos, promovidos por casi una docena de pívots, enormes compases que giran en torno a un eje y riegan los terrones, bien abonados, cuando conviene, cuando toca.
Hace más de treinta años que le conocí, y mis frecuentes idas a su casa confirmaron la transformación del paisaje en aquellas tierras. Lo que desde el origen de los tiempos fueron horizontes resecos con algunos algarrobos, olivos y encinas fue tomando un tono verde. El agua esquiva no sólo discurría por las Tablas de Daimiel o las lagunas de Ruidera -acuíferos, por cierto, siempre en peligro de extinción-, sino que emerge para fecundar las semillas y devolver el grano para amasar el pan y el aceite con que untarlo. Los tractores han sustituido a las yuntas de mulas y, desde hace unos años, nutridos rebaños de ovejas llevan la leche, la carne y la lana a su transformación en bienes de consumo, una factoría considerada entre las más modernas del mundo. El hombre cosmopolita y viajero allí se instaló, ha vivido momentos felices y amargos, soportado una larga enfermedad con valor y coraje, ha enterrado a la madre y a una hija, por la que ondeó, durante un año, a media asta su bandera, en la torre que se yergue sobre la llanura. Ahí, al lado de su esposa, Bárbara, mano derecha, respaldo, largo y abnegado amor, junto al cariño de sus hijas restantes, ha muerto un hombre cabal, Carlos G. Maturana-Larios y Príes, marqués de Paúl.
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