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Columna
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Viento solar

Manuel Vicent

Este planeta vuela por el espacio a 30 kilómetros por segundo y a esa misma velocidad van cabalgando juntos los sabios y los idiotas, las víctimas y los verdugos, los niños muertos de hambre y los militares asesinos, las víboras con la boca abierta, los tigres espléndidos, los papagayos, todos los mendigos, las tarántulas, los místicos alucinados, los dictadores de guayabera, los monjes tibetanos, los navajeros de cabeza rapada, los enamorados cogidos de la mano y las hienas sarnosas. A personas y animales en ese alucinante viaje los acompaña el Partenón quebrantado por una explosión de dinamita, los mármoles esculpidos por Miguel Angel, la cabra que Picasso creó en hierro puntiagudo como la metralla y también el desbocado caballo de Piero della Francesca que el propio Picasso le plagió en el Guernica, el autorretrato de Durero, los senos de Simonetta Vespucci que pintó Antonello de Mesina , los tercetos de Dante, el Cristo de Velásquez, los jugadores de cartas de Cezànne y el polvo de oro de todos los ángeles músicos establecido en los retablos. El arte permanece incólume sin que le afecte el vértigo de este viaje alucinante, pero el viento solar compuesto por trillones de partículas elementales por metro cúbico contra el que choca la vida del planeta puede que sea el causante de la locura humana. A esa terrible velocidad de 30 kilómetros por segundo se debe el que las almas de personas y animales se inyecten unas a otras y se confundan, de forma que la trasmigración se produzca en este mundo a la vista de todos. Solo así se explica que algunos cardenales asomen por debajo de los armiños una cabeza de cocodrilo o que los moralistas te miren tiernamente con un alacrán en cada ojo a la hora de redimirte o que los tiranos que se creen leones alados no pasen de ser unas ratas húmedas a bordo de sus helicópteros que defecan misiles sobre los hospitales. Hubo un tiempo en que los animales fueron dioses. Los escarabajos labrados en oro de Babilonia, los búhos deslumbrados que vigilaban el sueño de las momias egipcias, los monos lúbricos encaramados en los templos hindúes se hallan todavía inmersos en nuestras vidas y cabalgando juntos estrellamos el alma común contra el viento solar convirtiéndola en un fuego fatuo. La vida es breve, el arte es largo, decían los romanos. El veneno de una serpiente nos puede salvar, pero también nos puede hacer todavía inmortales el dorado pezón de Simonetta Vespucci si lo degustamos con un helado de chocolate.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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