Las tres cárceles de Euskadi padecen una completa situación de abandono
"Si llegase una inspección no superaríamos ni el primer examen", dice un funcionario
Se miren por donde se miren, las tres cárceles vascas son una ruina. Sus 1.224 ocupantes, según los datos del último viernes, añaden a la condena que supone la falta de libertad un inconveniente más: los edificios en los que viven -Basauri, Martutene o Nanclares- no reúnen unas condiciones decentes de habitabilidad, ni para ellos, los presos, ni tampoco para los funcionarios que los vigilan. Celdas que ya no se pueden cerrar porque los goznes de las puertas han cedido, ventanas con herrumbre, instalaciones eléctricas e informáticas que se estropean los días de tormenta,... En 1992, cuando el Gobierno socialista elaboró un plan para modernizar las prisiones, se decidió que uno de los 19 centros tipo -con capacidad para 1.200 reclusos y una arquitectura acorde con las necesidades penitenciarias- tendría que levantarse en Euskadi. Se daba por sentado entonces que las candidatas a desaparecer serían Basauri y Martutene, las más viejas, y que inmediatamente después se echaría el cierre a Nanclares, construida en 1981 sobre los terrenos de un antiguo campo de concentración.
Los funcionarios se quejan de que ni el Gobierno central ni el vasco se preocupan por su seguridad
Sin embargo, nada de eso se hizo. Ya en 2003, y tras siete años del PP en el Gobierno, se aprobó la construcción de cuatro nuevas cárceles, pero tampoco sonó la flauta: dos se construirían en Andalucía, una en Valencia y otra en Madrid. ¿Que pasaba con las cárceles vascas? La respuesta es muy sencilla: nada.
Hay dos cuestiones -para redondear la aproximación general al problema- que en los últimos tiempos vienen afectando sobremanera a la situación de los presidios vascos. Por un lado, la política de déficit cero puesta en práctica por el Gobierno del PP. No es difícil imaginar que la situación de las cárceles en Euskadi no figuraba entre las principales preocupaciones presupuestarias del Ejecutivo de Aznar. Por otro lado, la falta absoluta de diálogo entre los gobiernos de Madrid y Vitoria dejó en suspenso cualquier proyecto. Combinados uno y otro aspecto, el resultado es brutal: olvidadas por ambas administraciones, las cárceles han ido envejeciendo de tal forma que en la actualidad presentan un estado lamentable. Este periódico ha podido visitar algunas instalaciones y constatar lo que funcionarios y familiares de los presos vienen denunciando: goteras, tejas rotas desde hace más de una década que aún no se han reparado, puertas desencajadas que se abren con dificultad, falta o inexistencia de espacios para actividades deportivas o culturales,...
"Esta cárcel [Nanclares] está obsoleta", señalan fuentes penitenciarias. "No se cumplen los estándares de seguridad, ventilación o iluminación. No superaría ninguna de las inspecciones a las que se tienen que someter los edificios públicos. La depuradora no funciona, las estancias en las que se desenvuelven tanto los presos como los funcionarios son incómodas, frías, tienen humedad. El sistema eléctrico no reúne las condiciones de seguridad mínimas y cada vez que se desencadena una tormenta en la zona, una parte del equipo informático se estropea. Las averías se acumulan una tras otra. Sería más barato construir una cárcel nueva que remendar estas tres tan viejas".
Pero no se hace. Ni eso ni otras cosas aparentemente más sencillas. En 1994, los gobiernos central y vasco firmaron un convenio de colaboración. Aunque la competencia de prisiones seguiría en manos del Estado, el Ejecutivo autónomo se comprometía a coordinar una serie de medidas sanitarias -intercambio de jeringuillas, atención a enfermos y drogodependientes,...-, educativas y judiciales. Para ello, se creó una comisión de seguimiento, comisión que, según ha sabido este periódico, no se reúne desde el año 1998. Desde aquella época, ningún responsable vasco ha sido autorizado por Instituciones Penitenciarias a entrar en una cárcel, ni siquiera el director de Derechos Humanos. Sin ir más lejos, el último informe del Ararteko al respecto está fechado nada más y nada menos que hace ocho años, en marzo de 1996.
Existe además la sensación de que el Gobierno vasco nunca ha pedido con demasiada convicción las transferencias en materia penitenciaria y que cuando lo ha hecho ha sido "con la boca pequeña". Esther Larrañaga, viceconsejera de Justicia, asegura que, si eso pudo ser verdad en algún momento, no lo es de ninguna manera en la actualidad. "Nosotros", garantiza, "lo decimos con absoluta convicción: las cárceles deben ser transferidas. Hace 20 años que el Gobierno central no hace nada y eso es cruel e inhumano para los internos. A nosotros no se nos informa de nada. No sabemos cuántos presos hay en Euskadi, en qué situación están, qué tipo de condenas cumplen,... Lo único que sabemos es lo que nos cuentan los miembros de las ONG que sí pueden entrar".
Los funcionarios también se sienten abandonados. Y admiten que ello influye en la calidad de la atención que recibe el recluso. Sin diálogo institucional, la relación entre la cárcel y su entorno se hace muy complicada. La incapacidad de los políticos para entenderse intenta ser suplida día a día por los esfuerzos personales, casi bajo cuerda, de los colectivos implicados.
Funcionarios de prisiones, agentes de la Ertzaintza -cuerpo al que corresponde la vigilancia exterior de los recintos y las conducciones de los presos-, voluntarios y profesionales consiguen a duras penas solventar el trabajo diario. Las familias de los presos denuncian, por ejemplo, que la cárcel de Nanclares, la más grande, con más reclusos que las otras dos juntas, sólo es atendida por dos psicólogos. Si se tienen en cuenta los periodos de vacaciones y libranzas, durante unos siete meses al año la prisión sólo dispone de un psicólogo para atender a casi 700 internos. "Hace seis meses que el psicólogo no pasa por el módulo de mi compañero. Redactan los informes sin conocer al afectado y eso no es justo, porque de esos informes depende en muchas casos su libertad", dice la novia de un preso.
La situación de los funcionarios tampoco es fácil. La mayoría de ellos reside fuera del País Vasco, fundamentalmente en Castilla o Cantabria, por motivos de seguridad. Suelen agrupar los turnos de tal forma que se pasan tres días dentro de la prisión, donde trabajan y duermen, y otros cinco en sus casas. Se quejan de que ni el Gobierno central ni el vasco se preocupan de su seguridad. "A mí", dice uno, "los familiares de unos presos de ETA me dibujaron una diana en el coche con mi nombre dentro. Pedí a Instituciones Penitenciarias que, al menos, me pagaran la pintura del coche, que me lo pintaran de otro color, pero me respondieron que no había dinero".
Otro funcionario, ya de servicio fuera de Euskadi, cuenta que la sensación de inseguridad llega a ser obsesiva. "Me di cuenta de que tenía que pedir el traslado", relata, "cuando me planteé la necesidad de sacarme una licencia de armas y comprarme una pistola".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.