No fallemos
Tampoco nosotros podemos fallar. No podemos hacerlo, desde luego, en las inminentes elecciones al Parlamento Europeo. La tarea de regeneración democrática en que nos empeñamos no culminó el 14 de marzo. Para recuperar tantas cosas, no basta con haber apeado del poder al hasta entonces titular del Ejecutivo. El envite no acabó ahí. Queda mucho por hacer. Lo que se avecina, nuestro futuro en una Europa inédita, nos lo jugamos también fuera de España. En la inminente cita electoral y en el referéndum sobre la Constitución, cuyo proyecto será previsiblemente aprobado por el Consejo Europeo unos días más tarde.
La del 13 de junio no es una euroconsulta más, como lo fueron para muchos las anteriores, caracterizadas por una elevada abstención. Lo que ahora se ventila es la composición de un Parlamento más numeroso, dotado de mayor poder legislativo y presupuestario, de mayor capacidad de iniciativa y, por ello, de mayor peso relativo en el conjunto de la Unión. Una Cámara que será, además, reflejo de una nueva relación de fuerzas políticas, la de una Europa ya ampliada a 25 miembros, y muy pronto a 27, cuyos recién ingresados socios llevarán al Parlamento Europeo un contingente de más de cien eurodiputados, muchos de los cuales se integrarán en el bloque de derecha allí ya preponderante. Y será nuevamente la desmovilización, el desdén de numerosos votantes hacia unas elecciones consideradas de segunda, lo que en mayor medida puede perjudicar a la izquierda. En el caso español, sin duda alguna. Todo ello sumado a los 14 parlamentarios que perdimos en Niza.
Nuestro futuro en una Europa inédita nos lo jugamos también fuera de España
No es, pues, en absoluto inocente el resultado de estos comicios, celebrados en una coyuntura histórica en la que a la ampliación se añade que la UE se dotará, por primera vez y confiemos que muy pronto, de una Constitución. Una Constitución europea que será también la de todos nosotros. Hasta tal punto lo será que su aprobación llevará probablemente aparejada la modificación de alguna de las disposiciones de la española de 1978. Ya lo dijo en cierta ocasión José María Gil-Robles, ex presidente del Parlamento Europeo: con esta Constitución no hay monosoberanía, sino soberanías plurales y compartidas dentro de cada una de las naciones.
Bruselas, Luxemburgo y Estrasburgo han dejado de ser meras abstracciones geográficas donde rostros anónimos tejen y destejen cuestiones que se nos antojaban ajenas. Ahora, ya hemos tomado clara conciencia de que los acuerdos de las instituciones europeas, que también son las nuestras, sus aciertos y sus errores, nos afectan directamente. Porque son resultado, además, de las diferentes orientaciones políticas que los alientan. Nos aportan fondos o nos tocan el bolsillo. Y a los españoles nos lo tocarán cada vez más. Para extender a los pueblos que ahora ingresan en la Unión una solidaridad de la que ya nos hemos beneficiado. No olvidemos que más de un punto de nuestro PIB viene de fuera, de los socios de la UE que son contribuyentes netos. Esto explica, siquiera sea parcialmente, que alguno de ellos no pudiera alardear de un déficit cero.
La económica y financiera, que el euro simboliza, es quizá la dimensión más visible de la Unión. Pero las medidas que adoptan el Consejo Europeo, el de ministros y la Comisión, las sentencias del Tribunal y las votaciones del Parlamento, tienen asimismo otras consecuencias, algunas esencialmente cualitativas y por tanto quizá menos palpables. Preservan nuestros derechos individuales y nuestras garantías constitucionales, pasando por encima de las jurisdicciones nacionales. Coadyuvan a nuestro bienestar y a nuestro desarrollo humano, a una mejor educación y a más conocimiento. Mejoran la calidad de los alimentos y fuerzan la preservación del medio ambiente, a contrapelo a menudo de los intereses creados a nuestro alrededor. Nos proporcionan un espacio de convivencia, de trabajo y de solidaridad individual y colectiva, también hacia fuera de la Unión. Nos instan a cuidar la fauna y la flora de nuestro entorno, limando nuestra insensibilidad frente a los malos tratos a los animales y a nuestro inveterado instinto arboricida. Se afanan por salvaguardarnos de las amenazas exteriores e interiores, para lo cual nos reclaman, con razón, un mayor esfuerzo económico. Y también para hacer de nuestro común proyecto europeo un factor decisivo para preservar la paz y la seguridad internacionales.
En este quehacer, los miembros de aquellas instituciones vierten en su tarea cotidiana la ideología que los distingue, sus ideas y sus ideales políticos y sociales, sobre un trasfondo de valores democráticos compartidos. Véase, por ejemplo, la trascendencia nacional que puede tener el debate sobre la inclusión o no de una mención del cristianismo en la Constitución europea. Somos legión los que echamos en falta una separación real de la Iglesia católica y el Estado. Según el artículo 16, apartado 3, de la Constitución española, ninguna confesión tendrá carácter estatal. Constitución, la nuestra, cuyo artículo 1, apartado 1, enumera como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, y en la que ciertamente no aparece referencia alguna al cristianismo. De introducirse tal alusión en la europea, ¿acaso no pretenderán quienes esto defienden su inmediata transposición a nuestro cuerpo constitucional?
Todas estas consideraciones se aplican muy especialmente al Parlamento Europeo y, si cabe, con mayor fuerza dado el anunciado incremento de sus competencias. Los eurodiputados son igualmente criaturas de sus creencias y de sus opiniones políticas cuyas consecuencias, una vez puestas aquéllas en práctica, en modo alguno nos afectan por igual. No quedemos cruzados de brazos ante la apuesta del 13 de junio. No fallemos. Ésta es nuestra responsabilidad más inmediata, como ciudadanos europeos que somos. La de hacer triunfar en la nueva Cámara -institución democrática por excelencia, en la que reside, aunque aún de manera incipiente, una soberanía europea-, los mismos ideales de progreso que han llevado a La Moncloa a un nuevo presidente del Gobierno.
Máximo Cajal es embajador de España.
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