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Columna
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Las voces perdidas

El otro día, una amiga con la que no hablaba desde hacía varios años y que no veía desde bastantes más me dejó un largo recado en el contestador diciéndome que tenía que abandonar Madrid para empezar una nueva vida en Almería. Su voz fue abriéndose paso por mis circuitos neuronales entre miles de voces y miles de recuerdos, hasta que la reconocí completamente. Me pareció que sonaba algo emocionada. Si las voces se pudieran analizar como los vinos o los perfumes se podría decir que la rompían unas gotas de tragedia. De todos modos, hay que tener en cuenta que el teléfono puede resultar engañoso porque, si tiene el volumen muy bajo, da la impresión de que la persona del otro lado de la línea te está susurrando o que amortigua la voz porque no quiere que los que están alrededor la oigan, lo que se puede malinterpretar como un gesto de intimidad. O, al revés, a veces nos llega un tono de aspereza o brusquedad disuasorias que suenan más a balas que a palabras. O silencios que no se sabe cómo interpretar ni si provienen del otro o de uno mismo. De hecho, cuando se habla del silencio cósmico siempre lo he imaginado como el silencio que se produce entre dos que hablan por teléfono.

Hablar por teléfono es un arte difícil, sobre todo cuando se llama para pedir algo. Ya sé que por teléfono nadie puede hacerte nada, pero esa voz, esa voz que nos dice secamente que volvamos a llamar más tarde o que lo nuestro no puede ser, permanece corroyendo el oído unos segundos después de colgar, a veces minutos e incluso horas. Cuando no conocemos la cara de nuestro interlocutor, hacemos un esfuerzo instintivo por imaginarla, ¿cómo será?, ¿será como la voz? Es raro lo que ocurre con la voz, es lo más independiente de nuestra persona, es como una isla de nuestro ser recorriendo el aire, que a veces ni se nos parece, como esas voces profundas emergiendo de cuerpos menudos o voces cazalleras en rostros angelicales. Se podría decir que tienen vida propia y que producen atracción o rechazo al margen de sus dueños, a quienes en muchas ocasiones es mejor no conocer. Sólo podemos fiarnos de la voz en cuanto a la edad porque si en algún sitio se queda el tiempo es en las cuerdas vocales, de manera que para detectar la edad de una persona es mejor escucharla que mirarla a la cara.

En este sentido, he encontrado un cambio en la voz de mi antigua amiga; ahora parece una escalera desvencijada. Claro, que también podría ocurrir que me hubiese llamado desde un móvil, porque me he fijado en que a veces cuando se camina por la calle mientras se habla por el móvil, la voz suena entrecortada, igual que si se estuviese llorando, por lo que se me ocurre que una de las mejores maneras de decirle a alguien te quiero sea por el móvil en la calle. Te quiero, con ese temblequeteo de la voz debe de resultar muy romántico. Así que puede que no estuviese percibiendo bien su estado de ánimo y que en realidad cambiar de vida e irse a Almería sea lo mejor que le haya ocurrido nunca.

Lo raro era que viviendo las dos en esta misma ciudad no nos hayamos preocupado de mantener un mínimo contacto y que ahora, de pronto, ella sintiera la necesidad de despedirse. Y he de confesar que a mí me ocurría algo parecido, y por eso me entraron enormes ganas de hablar con ella, de recuperarla del limbo de las voces perdidas. El problema era que mi amiga en el recado en el contestador no dejó su número de teléfono, que es lo que pasa cuando se quieren decir muchas cosas, que se olvida lo esencial. Y este inconveniente, en lugar de desanimarme, me obligó a tratar de recordar dónde lo tenía anotado, de hecho casi podía visualizarlo junto a su nombre. Me puse a buscar en todas las agendas, cuadernos, papeles y tarjetas de visita apiladas en una estantería. En algún sitio tenía que estar. Vacié los cajones del escritorio y los esparcí sobre la mesa, los examiné uno por uno, y fui descubriendo otros nombres de conocidos de los que no sabía nada hacía siglos y que también vivían en Madrid, en algunos casos muy cerca de mi casa. Empecé a recordar, a detenerme en cada uno de ellos. Un nombre, otro; una pequeña historia, otra, ya no podía dejarlo. Mi familia me llamó para cenar, pero les dije que tenía mucho trabajo. Me encontraba en medio de una borrachera de voces. Hasta que a eso de las tres de la madrugada di con el teléfono de mi amiga. No me lo podía creer. Corrí al teléfono.

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