El Depor pierde su alma brasileña
Los problemas económicos y deportivos fuerzan la marcha de Djalminha después de seis años
"El fútbol que tengo en la cabeza es el antiguo", confesó en una ocasión Djalminha. A despecho de los desarrollos tácticos y de los avances atléticos, Djalma Feitosa siempre ha permanecido fiel al recuerdo de la selección brasileña que ganó el Mundial de México en 1970, aquella inigualable suma de artistas en la que se reunieron Pelé, Rivelinho, Gerson, Tostao y Rivelinho. Durante un tiempo, Djalminha pareció obstinado en jugar contra su época. Cuando se adaptó a las exigencias de la actualidad, dio lo mejor de sí mismo. Sus seis años en A Coruña han dejado de todo: actos de indisciplina, conflictos desagradables, alardes de egolatría y algunas actuaciones que se transmitirán de generación en generación por la memoria de los aficionados. Los problemas económicos y su envenenada relación con el entrenador, Javier Irureta, han acabado por precipitar su marcha del Depor. Riazor, que aún este año coreaba su nombre como quien cita una contraseña mágica, le llorará con ese lamento reservado a los grandes.
Uno de los elementos que hicieron fascinante al Superdepor desde el momento de su eclosión fue ese poso brasileño que incubó el equipo. La portentosa aparición de un modesto decidido a echarle un pulso a los grandes nunca sería posible sin Bebeto y Mauro Silva, un legado que más tarde prolongaría Rivaldo y que se perpetuó en el genio caprichoso de Djalminha, el más brasileño de todos. A sus 33 años, Djalma ha alcanzado un acuerdo con el Deportivo para rescindir un contrato al que todavía le quedaba un año de vigor. Tras su marcha, sólo quedará Mauro Silva, quien ya ha anunciado que se retirará a finales de la próxima temporada. Si algún fichaje no lo remedia, el alma brasileña del Depor está a punto de extinguirse.
Técnicamente superdotado, Djalminha ha sido un futbolista que siempre ha vivido en los extremos. En A Coruña pasó de tener que salir escoltado del estadio para que la afición no le agrediese a convertirse en el fetiche que exhibía la grada cada vez que las cosas se torcían, cuando Valerón ya le había relegado al banquillo. Su aterrizaje en el Depor coincidió con la marcha de Rivaldo, cuya sombra pesó en exceso sobre él. Djalminha llegó convencido de que se acababa de enrolar en uno de los grandes de España y le costó trabajo asimilar que el Depor pasaba una mala etapa, con el horizonte máximo de lograr una plaza en la UEFA. El futbolista sacó su peor perfil, el de un pendenciero exhibicionista que sólo parecía pensar en su lucimiento y se perdía en malabarismos superfluos.
Entre las muchas paradojas que han marcado su carrera figurará la de su relación con Irureta. El mismo entrenador al que estuvo a punto de agredir en público fue con quien alcanzó su mejor rendimiento en el Deportivo. Entonces apareció el otro Djalminha, el tipo reflexivo oculto tras sus arrebatos sanguíneos, el apasionado del fútbol capaz de pasar horas viendo partidos internacionales en busca de algo que aprender, el cerebro calculador que pedía la pelota en el medio y empezaba a distribuir a uno y otro costado del campo. Todo eso, al lado de sus penaltis a lo Panenka y de sus inverosímiles lambrettas, le convirtió en una pieza clave del equipo que conquistó la Liga en 2000.
Su eclipse comenzó con la llegada de Valerón, que acabó agudizando las diferencias con Irureta. Casi al mismo tiempo, quebraba la empresa de intermediación que, por estrategias financieras del club, le abonaba sus emolumentos, y Djalma se vio con una abultada deuda ante Hacienda, que le embargó sus bienes y sus cuentas bancarias. Cansado de la situación, acabó denunciando al Depor, una iniciativa que propició el acuerdo por el que se ha rescindido su contrato. Se va sin una mala palabra, zanjando cortésmente sus diferencias con el club. "Los futbolistas tenemos que darnos cuenta de que sólo somos mercancía", sentenció, sin resquemor, en su despedida.
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