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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

All the Tired Horses

Marcos Ordóñez

Uno Hará unos años, los años de Chimère o La volière Dromesko en Avigñón o en el Fort d'Aubervilliers, la carpa del Zíngaro era un pozo extraño y excitante, una iglesia mexicana (bóveda altísima, nubes de incienso, bujías flotantes) convertida en gigantesco reñidero de gallos o, a elegir, templo vietnamita ocupado por jugadores de ruleta rusa. Hoy, la tienda de los nómadas, la yurta (acabo de consultar el nombre en una novela de Joseph Kessel), más bien parece una quesera gigante en la oscuridad o el túmulo art dèco del doctor Phibes, y en la pista predominan las tonalidades sombrías, fatigadas: un coso color de sangre seca, rodeado por un anillo de ceniza. ¿Ha envejecido Bartabas o he envejecido yo? En mi recuerdo, el gran jefe de los caballistas paseaba su perfil de príncipe negro, reconcentrado y solitario, despertando reminiscencias de lejanísimas felicidades infantiles: Taras Bulba, Los jinetes de la noche, El enamorado de la Osa Mayor.

A propósito del espectáculo Loungta, les chevaux de vent del teatro Zíngaro en el Fórum

Esta noche, Bartabas parece contemplarse, de reojito, ante un espejo constante, como un danzarín samurái encantado de haberse conocido. O quizá soy yo quien le veo así, ya digo. Esta noche se inaugura el Fórum teatral con el estreno de Loungta, les chevaux de vent, y la carpa está llena de notables y notablas sobre tablas, y las tablas tienen un sentido: la gente paga o se deja invitar para, antes de perderse en el parking, soñar un ratito con incomodísimos oasis, galopes al amanecer, vidas libres y salvajes, etcétera, y por eso ríen también, alborozadísimos, cada vez que un caballo se mea en la arena, majestuosamente ajeno. Una voz pide por megafonía que no se aplauda durante el espectáculo, para no romper el rito ancestral de los monjes del monasterio de Guyo, inspiradores y oficiantes de la cosa. Todo es muy solemne: se diría que Bartabas ha entrado en religión. Antes, los músicos del Zíngaro eran cantores del Rhajastan, el crisol gitano, y georgianos con flautas y violines, y bereberes con castañuelas y guimbardas, todos vestidos con colores de fiesta, tocando y cantando canciones sucias y despeinadas: música de caravanas, como pedía Handke. Esta noche y todas las noches hasta el 4 de junio, en el flamante Puerto Olímpico de Barcelona, los monjes tibetanos emiten y emitirán un gorigori gutural apenas sacudido por el destello de unos címbalos o el mugido de esas largas trompetas de nombre impronunciable. No quisiera ser irrespetuoso con esta "música primigenia, nacida para evaluar el tiempo y el espacio", pero a mis descastados oídos occidentales suena como la agonía de un moscardón a cámara lenta, la banda sonora ideal para un western sacrificial de Jodorowski filmado por Angelopoulos.

Dos. El espectáculo oscila entre la liturgia y la letargia. Los caballos se desplazan casi de puntillas, sin ruido de cascos. Bartabas y su montura, en el centro, avanzando y reculando con movimientos cortos, buscando una salida en la telaraña, como si la arena fuera un campo minado: iba a escribir que si Monty Walsh y su jaco, atrapados en el saloon bajo la luz de un quinqué, bajo la tormenta, y me hubiera quedado un párrafo muy poético, pero es una falsa sensación, es el recuerdo de otro espectáculo del Zíngaro, no de éste. También Saraswathi, la diosa niña de piel azul y pechos desnudos, jugando con su asno, que se retuerce boca arriba como un gatito, me transporta a la historia del dorado Mitcha-Siga y la pequeña india, compartiendo una fruta en mitad del lago de Chimére, y así no hay quien pueda, aunque el burrito es una monada y te lo llevarías a casa, o a casa de un vecino. En Loungta hay chamanes danzantes, y estupendas máscaras de toros y esqueletos casi cuates (blanco hueso, dorado, rojo), muertazos acróbatas, burlones, inquietantes, en torres de a seis, a lomos de tres caballos, que giran y giran mientras los címbalos, menos mal, se agitan como un viático enloquecido. Giran demasiado, como la presunta música de los monjes. Todo gira tanto y tan lentico que da mucho tiempo para pensar en tus cosas y alcanzar alguna que otra revelación. Yo encontré mi mantra particular (Dylan al rescate, la primera canción de Self-Portrait: "All the tired horses in the sun / how am I supposed to get any riding done?") y la singular revelación, que gustoso comparto con ustedes, de que el sonido del didjeridoo australiano es muy similar al tema de Shaft escuchado a 78 revoluciones por minuto.

Pese a la letargia, Bartabas y su troupe siguen siendo imbatibles a la hora de crear imágenes fuera del tiempo. Ahí va mi hit-parade:

a) La yurta iluminada desde dentro, como si alguien hubiera encendido un fanal naranja contra la noche del desierto. Vemos una manada de caballos color canela, inmóviles, rodeando a un efebo vestido de blanco que agita una campanilla. Alrededor, un jinete oscuro, con cresta roja, merodea en la sombra. b) Una entrada de clowns blancos blanquísimos, un momento de magia sencilla y fresca: la treintena de ocas que desfilan, en perfecta formación, tras un caballo-guía. Se agradeció mucho. c) El final. Bueno, casi el final, ahora me explico. La compañía, vestida de calle, rodeando el coso, se transviste en un pispás ante nuestros ojos y ahí les tenemos convertidos en sus tatarabuelos zíngaros, que saltan a la pista para ejecutar un crescendo de acrobacias impresionantes, a galope tendido, al ritmo (¿dónde estábais?) de los tambores, y la puritita estampida levanta un turbión de viento que da gusto, el tornado que todos esperábamos. Lástima grande que Bartabas se cargue ese clímax añadiendo la coda de un jotero tibetano y unas proyecciones sinsorgas sobre la tela de la cúpula, mientras los jinetes echan un sueñecito reparador: el sueño de los centauros, o sea.

O sea: tres, cuatro imágenes preciosas, que perduran en la memoria, haciéndote olvidar -a la salida, sólo a la salida: ojo al parche- el engrudo ceremonial, la enojosa sensación de déja vu, y lo muchísimo que te duele el culo. (Mañana voy a ver lo último de Bob Wilson. Ya les contaré).

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