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Columna
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Vida y muerte

Rosa Montero

Una antigua máxima sostiene que los novios son siempre criticados y los difuntos siempre ensalzados, y tengo la sensación de que en España esta tendencia se exagera hasta la pantomima, quizá porque somos un pueblo especialmente envidioso y fastidioso que sólo perdona y permite el protagonismo del prójimo cuando está fiambre. No voy a extenderme respecto a la boda real, porque ya estoy atragantada de palabras pomposas. Lo mejor de esta historia es que al fin ha terminado (¡hurra!) y que ya no tendremos que casar a ningún heredero en muchísimo tiempo. Sea como fuere, y aparte de las babosadas cortesanas, el refrán se ha cumplido y ahora el pueblo se solaza en la patria actividad del despelleje. O sea, lo normal.

Mucho más inquietante es el paroxismo ensalzador que experimenta este país ante los muertos. Hace apenas una semana hemos vivido una de estas apoteosis de hipocresía funeraria a raíz del fallecimiento de Jesús Gil y Gil. En otras sociedades, los artículos necrológicos suelen ser un razonado y equilibrado repaso a la biografía del personaje desaparecido; entre nosotros, en cambio, da igual lo que hayas hecho en vida, las barbaridades, tropelías o necedades que puedas haber cometido, porque a tu muerte lo más seguro es que te pongan por las nubes y lamenten la irreparable pérdida de tan gran prohombre o promujer. Me pregunto por qué padecemos este exceso de untuoso servilismo mortuorio; podría pensarse que los españoles somos tan bondadosos que soltamos todo este abarrote de lindezas para no herir la pena verdadera y natural de los deudos del muerto, de sus familiares y sus amigos. Pero esto no casa con el temperamento cainita de un pueblo que, en vida, no ahorra ni una sola mala baba al que destaca. Camilo José Cela, que nunca fue santo de mi devoción, decía una frase muy acertada: que para triunfar en España sólo era necesario resistir, esto es, llegar a ser lo suficientemente viejo como para no suponer ya ninguna competencia para los demás. Y mucho mejor morirse, claro está, momento en que todo el mundo puede permitirse compensar, con dulzarronas mentiras, toda la iniquidad que reservamos a los vivos. Pura miseria.

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