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BODA REAL | A pie de televisión
Columna
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La buena fonética entra en palacio

Una sola señal, múltiples interpretaciones. Así reflexioné ayer, a pie de televisión, dando gracias a este periódico porque, después de haber tenido que escribir a pie de evento las bodas de la infanta Elena, en Sevilla, y de la infanta Cristina, en Barcelona, he podido, por fin, dedicarme a la retransmisión televisiva del enlace matrimonial entre el príncipe de Asturias y doña Letizia Ortiz Rocasolano. ¿Qué ocurre cuando la maruja interior que una lleva dentro se une a la maruja exterior que una es, en otro tipo de enlace, sobre el diván caserito? Que una pasa de periodista a comadre.

Es como para estremecerse. Me ocurrió lo contrario que a monseñor Rouco -que estaba ronco: igual es un fumador en serie-, en el magnífico plano en que aparece, a contraluz, penetrando en el interior de la Almudena. Primero vemos su silueta amenazante, a continuación el plano se va aclarando y comprendemos que seguimos pensando lo mismo al verle la cara. En la CNN Internacional parecía el padre de Mel Gibson. Qué grande es la cámara. Múltiples interpretaciones, una sola señal.

Quería yo, como el pueblo -gran Momento Atocha, en la sencilla iglesia; cerca de los jóvenes, en la calle- que los contraídos o contrayentes se entregasen más a lo popular. Pero se restriñeron o restringieron. Curiosa familia real ésta, tan capaz de fundirse con sus súbditos en la desgracia, tan cálida en la adversidad, y tan incapaz de compartir la sensualidad de un día de boda. En cuanto a doña Letizia, enfundada en la arquitectura extraordinaria de un modelo de Pertegaz que evocaba a doña Jimena y otras glorias pelayas, se la notaba muy controlada. Incluso cuando le pidió a don Felipe un pañuelo de papel: no fue para llorar, sino para la naricilla, comisuras y otras fumosidades.

Pensé mucho en Pilar Miró, ayer. Pilar, que realizó las bodas de las infantas, que falleció poco después de la de doña Cristina, en Barcelona. Que pudo hacer esta última por el apoyo real, pese a las presiones de La Moncloa aznarita para que la sustituyera uno de los dulzones cineastas de cámara del entonces presidente. Pilar Miró le habría sacado más partido a la horrenda catedral que sufre Madrid -pero Madrid puede con todo lo que le echen, me recordaba un amigo-, y a la excelente música y al recorrido. Incluso a la lluvia. Además, ¿la lluvia, teniendo a Pilar Miró a las cámaras, se hubiera atrevido a llover?

Fue la realización, sin embargo, técnicamente muy correcta: los planos cenitales extremos, lo peor. La catedral era mejor no mostrarla entera. Los planos cenitales medios, con el traje de la novia -ese manto en forma de bandeja-, excelentes. Los planos cortos, inmejorables. Pero TVE fue muy tramposa. Se guardó descartes para los cotilleos de la tarde: los juegos de los niños, la entrada de doña Letizia bajo el chaparrón, saliendo del coche, el apuro de las dos damas con la enorme cola.

La realización, pues: bien para los vestidos, bien para los trajes; poco dada a reflejar en su humanidad a las personas. De hecho, se nos evitaron las filas de invitados, y tiempo tuve de alegrarme de haberme gastado un pastón en gafas dégradée o como se llamen, pues gracias a ellas pude comprobar que a), los ex presidentes Calvo Sotelo, González y Aznar, con sus respectivas señoras, se hallaban sentados en la misma fila. Y b), que doña Carmen Romero, de habitual tan discreto, lucía un sombrero con flores blanquinegras tan aparatoso que parecía diseñado expresamente para el cometido que estaba realizando: separar, sin que pudieran verse en momento alguno, las testas, tan dispares, de Felipe González y de José María Aznar.

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Los hombres más atractivos con chaqué, en mi opinión: Miguel Bosé, Arturo Pérez Reverte y Pedro Duque. La nobleza, en general, es bastante fofa llevando tiros largos, salvo cuando tiene sangre nueva. Recordemos que Farah Diba fue la Letizia arquitecto del Sha de Persia y que Sonia de Noruega era hija del rey del panecillo antes de casarse con el vero y propio rey de su país. Aunque donde estén el empaque de Teresa Berganza, entrando en el templo vestida de cosaca, del brazo del gran barítono Manolo Cid -que cantó La Salve rociera cuando doña Elena se casó en Sevilla-, o la gracia de Plácido Domingo... pues eso no lo dan las Casas Europeas, ni contando con el heredero del Imperio Austro-Húngaro, que andaba también por allí, esperando un paraguas.

Cumplidora pero sosa retransmisión que esta maruja compensó escuchando a la SER al mismo tiempo -estupendas descripciones de los trajes a cargo de Boris Izaguirre; buen trabajo de todos-, revisando CNN+ y CNN Internacional de vez en cuando -en esta última, el dolor del mundo en el cintillo de noticias, durante el curso de la ceremonia- y acabando en la autonómica catalana, en plan monarca / escéptica.

¿Por qué no lloraron, por qué no se besaron de verdad, por qué no se achucharon, por qué no les vimos bailar un pasodoble? Menos mal que, con doña Letizia y su familia, por fin ha entrado la buena fonética en palacio.

Doña Letizia y su padre, Jesús Ortiz, llegan al altar de la catedral, donde les espera el Príncipe.
Doña Letizia y su padre, Jesús Ortiz, llegan al altar de la catedral, donde les espera el Príncipe.POOL EFE

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