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Columna
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La autoviolencia doméstica

La violencia doméstica no ha dicho su última palabra. Ni tampoco, concretamente, ha lanzado su último grito. Al lado del maltrato de mujeres, de hombres, ancianos y niños, se alista la autoviolencia, un fenómeno que viven en EE UU casi tres millones de personas, en su mayoría mujeres entre 25 y 35 años (inteligentes, bien educadas, de clase media o media alta) y que afectaría, en Occidente, a más de 1% de la población. Pincharse, cortarse, mutilarse, arrancarse los cabellos o las uñas, abrasarse o desollarse, son algunos recursos de la autotortura a la que recurre hoy una centésima parte de los seres humanos económicamente desarrollados, tal como si este sujeto debiera extraerse una fuerte declaración interior, un demonio escondido o algo, en suma, que no sabe exactamente qué puede ser.

Entre las causas catalogadas por los psiquiatras para explicar las razones de infligirse daño, se encuentran las siguientes: 1) Deseo de atraer la atención para inspirar compasión y conseguir auxilio o compañía. 2) Intención de redimir insoportables sentimientos de culpa que el autocastigo parece aliviar o acallar. 3) Expresión de algunas emociones carentes de calificación verbal y que tratan de sintetizarse en el tumulto del dolor. 4) Manifestación de un autocontrol, a modo de ejercicio narcisista exhibiendo dominio sobre el cuerpo. 5) Creación, mediante el martirio físico, de un campo brillante que distraiga de otras penas morales. 6) Búsqueda de la inequívoca y vistosa sensación de estar inequívocamente vivo entre un alrededor embrutecedor, decolorado y falso porque, efectivamente, el actual sistema de ficciones ha decidido en tal medida los entornos que ha crecido la pasión humana por lo real.

La ansiedad por la realidad decide el éxito de las novelas basadas en hechos reales, de los documentales cinematográficos, de las biografías y las memorias, los programas de reality show o la venta de tomates orgánicos. Pero, a la vez, la angustia por alcanzar efectivamente lo real se prolonga en la sospecha interminable de la pesquisa. Porque, ¿es ya real la realidad? ¿Son reales los tomates orgánicos, las modas retro, el comercio indígena, diseñados todos como artículos de comercio? ¿Son ya verdad los informativos, los datos contables y estadísticos, el recuento de votos, la realidad virtual?

La autopunición lacerante y sangrante resuelve todas las dudas. No hay una verdad más cierta que la muerte ni un derivado de mayor credibilidad que el dolor. En la publicidad, en las modas, en las músicas, hace tiempo que la muerte o la catástrofe se emplean como complementos de calidad. Pero, por encima de todo, el autocastigo ofrece la oportunidad de experimentar, según los gustos, con la consistencia del yo. La tortura de otro es una indignidad pero la autotortura, desde los místicos a los mártires, posee reconocimiento. Por añadidura, en fin, en nuestra época de falsificaciones y copias, de simulaciones y simulacros, el daño aporta su etiqueta de garantía. Al lado de estos suplicios cualquier deporte de riesgo y de extremo riesgo quedan inmediatamente devaluados. Los deportes de riesgo comportan un deslizamiento hacia la buena diversión pero en la autoviolencia la diversión es del mal hacia el mal. Se ataca un mal con otro mal y, lo que es más importante, la vida rebrota de la sevicia. Precisamente, muy pocos de los que se autocastigan llegan a ser suicidas. No desean la muerte sino que son, por el contrario, grandes aficionados de la vida. El hecho relativamente singular de hacerse daño les aporta el resultado absoluto de experimentarse vivos. Después de esto, no obstante, el sistema general sigue, como a todas horas, incluyéndonos en el omnipresente desarrollo de su ficción. Será preciso pues, en definitiva, no ya descarnarse sino reencarnarse, para obtener un mundo mejor?

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