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Columna
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Incitando a la lectura

No me gusta marcarme faroles, pero hace unos días recibí, a través de persona interpuesta, la felicitación de los padres de un alumno mío por haber conseguido algo que a ellos les había resultado imposible: que su hijo leyera. En su neonata voracidad lectora, el muchacho al parecer se atreve hasta con el Quijote. En mi profesión, tal como yo la concibo, esto es un triunfo, y un solo justo redime a mil pecadores, por muy buenas notas que saquen estos últimos en todas las pruebas que les ponen delante. Por supuesto, habrá padres que tengan otra opinión, y no me gustaría encontrarme con la mala noticia de haber desalentado a algún buen lector con mis malas artes. En cuanto a la lectura del Quijote, no fui yo quien se la recomendó a ese alumno que me salva, aunque sin duda me oyó hablar de ese libro. Sirva mi descargo para evitar el escándalo en esta época en la que la eficacia parece reñida con la grandeza y hasta los libros tienen fecha de caducidad: para los de diez, para los de veinte, para los de treinta...

Lo digo también porque hace unos años leí con mis alumnos unos capítulos del Quijote, y desde el primer día me encontré con la queja de un alumno, quien me advirtió de que, en opinión de su padre, yo estaba cometiendo un error y sólo iba a conseguir que ellos odiaran la lectura. Le respondí que nadie que ya leyera iba a dejar de hacerlo por leer aquel libro y que quien de los neos se sintiera desalentado por su lectura era alguien que con toda seguridad nada iba a leer en su vida o sólo libros deleznables. La lectura es buena, entre otras cosas, porque mientras se la practica no se puede cometer ningún crimen, pero no me parece una actividad especialmente destacable si lo que se está leyendo es un libro criminal.

Los profesores humanistas siempre topamos, antes o después, con esta pregunta fatídica: ¿y esto para que sirve? Yo suelo responder que afortunadamente no sirve para nada y que han de aprender que lo mejor de la vida es aquello que no sirve para nada. Mi respuesta puede parecerle un exabrupto a más de uno, pero es casi una cuestión de principios. Por muy buenas intenciones que pongamos pretendiendo atribuirle servidumbres, la literatura no sirve para nada. Entre sus utilidades no está la de servir, y "non serviam" podría valerle muy bien de divisa. Tampoco sé muy bien cuáles son sus utilidades, y todos los empeños por fijarlas se han perdido creo en lo accidental: instruir, instruir deleitando, deleitar a secas. En términos más modernos: ampliar el ámbito de nuestra experiencia, ponerse en el lugar del otro, etc. Sí, todo eso es cierto y está muy bien, aunque no creo que responda al concepto de utilidad que subyace en la pregunta "eso para qué sirve". A ésta sólo se le puede responder adecuadamente diciendo que la literatura sirve para enseñar literatura, única utilidad crematística más o menos segura que se le conoce.

Uno de estos días se ha estrenado, creo que en Niza, Le Bagne, obra póstuma y al parecer inacabada de Jean Genet. Una obra de arte, y también la literaria, tenía para Genet un carácter cerrado, que no remitía al ámbito de la vida, a nada exterior: era un muerto. ¡Ah!, pero ese muerto está bien vivo en su muerte y toda obra literaria aspira a la categoría de póstuma. Ante mortem compite con otros libros que se le parecen, nada más se le parecen, y sólo post mortem entra en su ámbito inequívoco y converge con quienes son de su estirpe. La literatura es un terreno acotado al que sólo pertenecen unos poco libros de los muchos que se publican, y la condición literaria es esencialmente póstuma. ¿Hemos de concluir de aquí que sólo son literatura los libros de algunos escritores muertos? En absoluto, pero sí tenemos que decir que ellos operan también en los libros de los vivos, nos hacen disfrutar en estos su condición post mortem, aunque a veces nos equivoquemos.

Más allá de su aleatoria actualidad, la literatura es profundamente inactual, lo es tanto como lo pueda ser la condición humana, da fe de ello. Es por esto que una obra literaria es un lugar en el que se produce un encuentro en la alta hora de la noche, encuentro entre quien lee y su humanidad inexpugnable. En la alta hora de la noche, digo, y es que toda lectura que se precie es nocturna, aun en el mediodía más radiante. Fuera de toda actualidad, de toda utilidad, en la hora de los muertos, hallamos en quienes nos esperan a quienes nos precedieron y supieron fundar nuestra estirpe.

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