La reforma de los Estatutos
La gran cuestión en relación a la reforma de los Estatutos es el objetivo final que pretende alcanzarse con ella. A la vista del plan Ibarretxe y a la vista de los proyectos que circulan en la vida pública catalana, particularmente el Informe sobre la reforma del Estatuto preparado por el Institut d'Estudis Autonòmics en julio de 2003 (en la anterior legislatura), lo que se pone de manifiesto es que no se trata de llevar adelante un proceso de racionalización de nuestro Estado, incluso de un proyecto de federalización. Dicho en pocas palabras, en ambos proyectos, con escaso respeto por el texto constitucional en el primero, con un mayor cuidado hacia él en el segundo, se pretende un proyecto de reforzamiento del marco autonómico vasco y catalán que apunta hacia un modelo de confederalización del Estado que puede ocultar, con el paso del tiempo, un modelo de liquidación misma del Estado.
Al amparo de los resquicios del texto constitucional, propugnando una interpretación abusiva, como recientemente llamaba la atención el profesor García de Enterría, del artículo 150.2 de la Constitución, forzando el trabajo interpretativo del Tribunal Constitucional, el Institut d'Estudis Autonòmics propone una reforma orientada a maximizar el poder político de Cataluña, haciendo abstracción de sus consecuencias para la vida del Estado. De hecho, si se tratase de racionalizar el reparto vertical del poder en la vida española, es sumamente probable que se hubiera impuesto un proyecto de reforma del texto constitucional en lugar de los proyectos de reforma de los Estatutos. El plus de racionalidad que falta en nuestro Estado autonómico viene derivado de una previsión constitucional en que las competencias de las comunidades autónomas no están claramente delimitadas.
La remisión a los Estatutos de Autonomía para conocer su marco competencial introduce una clara contradicción con una dominante práctica federal en que la constitución de la federación determina el volumen de las competencias de los Estados miembros. No se siguió este criterio en España en 1978, y lo pagamos con un conjunto de Estatutos que, de hecho, no solamente determinan los poderes de nuestras comunidades autónomas, sino, de forma indirecta, tienden a configurar el poder mismo del Estado central.
Dentro de esta operación de exégesis e interpretación del título octavo de nuestra Constitución, llama la atención en el proyecto del Institut d'Estudis Autonòmics la apelación a los derechos históricos como referencia para delimitar las competencias de Cataluña tras la propugnada reforma de su Estatuto. La lógica de esta apelación iría de guerra a guerra. Si nos hemos tenido que remontar al final de la primera guerra carlista para determinar la vida de los derechos históricos para el País Vasco y Navarra, un esfuerzo complementario en el buceo por el pasado nos permitirá llegar a la Guerra de Sucesión para dar valor a esos derechos históricos en relación a Cataluña.
No solamente se incurre con ello en un disparate histórico que contradice el proceso de construcción del Estado en España, sino que se falsea la voluntad de un poder constituyente que explícitamente entendió que era el País Vasco y Navarra el marco en que los mismos podían ser actualizados. Fue la traumática liquidación parcial de los Conciertos Económicos con la Guerra Civil de 1936 lo que obligó a la referencia constitucional a unos derechos históricos sin el consabido acuse de recibo por parte del nacionalismo vasco.
El actual Estado español, pese al defecto señalado de la Constitución de 1978, presenta un cuadro de reparto competencial del poder entre el Estado central y las comunidades autónomas de clara viabilidad. El juego de competencias exclusivas del Estado y de las comunidades autónomas y de competencias concurrentes y compartidas se ajusta bien a un modelo de federalismo cooperativo que es por el que ha optado 1a Constitución Española. Minar las bases de este federalismo cooperativo, debilitar las competencias concurrentes y compartidas, vaciar prácticamente de funciones ejecutivas al Estado central, debilitar los componentes simbólicos del Estado y la nación comunes, compatibles con el reconocimiento de las nacionalidades y regiones, no se enmarca en un proyecto de reforma del Estado autonómico, sino más bien en un proceso de derribo, a más o menos largo plazo, del Estado. Un plazo corto en el caso del plan Ibarretxe, pero plazo no mucho más largo en el sopesado informe del Institut d'Estudis Autonòmics.
El actual modelo de Estado autonómico tiene algunos rasgos que hay que salvaguardar. En primer lugar, su reconocimiento del carácter plurinacional del Estado, entendido no como la mera suma de sus nacionalidades y regiones, sino como la convivencia de la nación común española con las nacionalidades y regiones que se albergan en su seno. En segundo lugar, su apuesta por un modelo de federalismo cooperativo que obliga a poner el énfasis en las competencias concurrentes y compartidas en lugar de en las rígidas competencias exclusivas propias de un federalismo dual. En tercer lugar, su pronunciamiento por un Estado solidario, incompatible con un régimen fiscal que pretenda hacer de la excepción modelo general de referencia. En cuarto lugar, la confianza en el Estado como garante de un conjunto de derechos y libertades que tiene en su funcionamiento cotidiano el más eficaz sistema de protección de los mismos. Y, en fin, la existencia de una voluntad política de mantener un Estado y una nación españoles como gestores de nuestros intereses dentro del momento general de construcción europea.
Hay que reconocer que es incómodo plantearse las grandes cuestiones cuando se pretende abordar un proceso de reforma estatutaria. Lo que sucede es que hay medios expresos y tácitos de plantearlas. Y que los que creemos en el Estado y la nación españoles no tenemos, probablemente, otra opción que recurrir a los primeros.
Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la UNED.
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