¿Qué es el fin de ETA?
¿Y si ETA ya estuviera derrotada o a punto de serlo? Desde la ruptura de la tregua, su actividad ha ido disminuyendo de año en año: de 70 atentados y 23 víctimas mortales en 2000, a 23 atentados y tres muertos el año pasado. El 30 de mayo se cumple un año desde el último asesinato: el de dos policías nacionales en Sangüesa. Aparte de la tregua, habría que remontarse a 1970 para encontrar un periodo tan largo sin víctimas. Por otra parte, en 2003 fueron detenidos en Francia y España 192 etarras.
Simultáneamente, la violencia callejera, esencial como factor de extensión de la coacción y cantera de activistas, también ha ido apagándose. De los 40 sabotajes al mes registrados en 2000 se pasó a 12 en 2003, y en abril de este año no se ha registrado ningún acto de kale borroka, algo que sólo una vez había ocurrido antes. La Consejería de Interior sostiene que ello se debe a la eficacia de la Ertzaintza en la detención de los cabecillas. Si esa fuera la razón habría que concluir que antes había muchos sabotajes (1.113 en 1996) a causa de la ineficacia de la Ertzaintza.
Tras comparar la paralela reducción de la capacidad letal de ETA y el IRA desde fines de los años 80, Ignacio Sánchez Cuenca deducía en un artículo publicado en 2002 (Cuadernos de Alzate, nº 27) que el fin de ETA estaba seguramente próximo porque coincidían la decadencia operativa con la falta de objeto de sus acciones: ya no es capaz de desestabilizar el sistema ni de imponer una negociación al Estado. Tal vez en eso consista la derrota política de ETA: que su menguante actividad no tenga ya efecto político alguno; como la esporádica de los GRAPO.
A esa perspectiva se opone desde el nacionalismo el argumento de que sin un acuerdo político no tardaría en aparecer una nueva ETA, y que esa posibilidad sólo podría evitarse si fuera la propia ETA quien, como el IRA tras el acuerdo de Viernes Santo, reprimiera cualquier intento de rebrote. Tiene lógica, pero planteado ahora equivale a querer marcar el segundo gol antes de anotar el primero; porque, si hay un acuerdo político (cese del violencia a cambio de contrapartidas), se estará relegitimando a ETA, y eso alejará su derrota. Así ha venido ocurriendo cada vez que su fin ha estado próximo.
También hay sectores que consideran que la perspectiva de derrota de ETA da la razón a quienes, frente al dramatismo de las denuncias de organizaciones como ¡Basta ya!, relativizaron la gravedad de la amenaza. Y que, a la postre, lo que está derrotando al terrorismo etarra es la estrategia nacionalista de vaciado del radicalismo abertzale mediante la adopción como propio del programa rupturista. A ese planteamiento podría oponerse que si tal efecto se ha producido ha sido gracias a decisiones a las que los nacionalistas se opusieron. Y a las que siguen oponiéndose pese a que hoy sería difícil negar una relación entre la ilegalización judicial de Batasuna y el desmantelamiento de sus tramas de financiación, por una parte, y el declive de ETA y vaciado electoral del radicalismo proetarra, por otra.
De ahí que resulten tan hipócritas las protestas nacionalistas contra esa ilegalización o contra la impugnación de las sucesivas plataformas que han intentado burlar la ley. Por supuesto que la ilegalización de cualquier partido supone una limitación al pluralismo y que, por tanto, sólo puede ser una medida temporal. Sin embargo, ¿podría haber seguido indiferente el Estado de derecho ante una situación en la que era legal y recibía subvenciones públicas un partido que formaba parte de una estructura que asesinaba a los candidatos de las otras formaciones y que había declarado objetivo militar a sus sedes y actos electorales?
Entonces, ¿qué tendría que pasar para que la derrota política se convierta en el fin de ETA? Que le exijan la disolución (bajo amenaza de ruptura) esos sectores que ahora se preguntan si les trae a cuenta seguir actuando como brazo político de una organización terrorista derrotada. Al presentar una candidatura con claros signos de continuidad respecto al partido ilegalizado, la antigua Batasuna trata de poner a prueba la resistencia del Estado democrático. Tal vez sea la última prueba antes de aceptar que para hacer política tiene que desligarse de ETA o exigir su disolución. Por eso es tan importante lo que se dilucida en la impugnación de la candidatura de Herritaren Zerrenda (HZ).
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