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La flaqueza de Aznar

"Cuando el tiempo nos alcanza" son palabras de un verso de Luis Cernuda que dan título a la primera parte (hasta 1982) de las memorias de Alfonso Guerra recientemente publicadas. Son unas memorias limpias, sin rencores, pero también muy bien escritas, incluso bellamente escritas. Contrastan con el reciente libro de Aznar, no sólo por lo que acabo de decir, sino porque han sido fruto de una concienzuda reflexión que incluye la autocrítica. Alfonso Guerra admite no pocos errores, no trata mal a nadie, incluso recuerda su vieja amistad con Felipe González, puesta en duda por muchos, truncada con el tiempo, sí, pero muy intensa en sus orígenes; hasta el punto que uno y otro, Felipe González y Alfonso Guerra, se prometieron mutuamente "y con una sinceridad novelesca" hacerse cargo de la familia del otro si le sucedía algo grave; compromiso que renovaron en diversas ocasiones y sobre el que se pregunta hoy Alfonso Guerra. Es verdad que muy probablemente la grandeza de este libro tenga que ver, no sólo con la personalidad de su autor, sino con la perspectiva del tiempo, incluso con la consciencia de finitud, además de con un ejercicio de voluntad, de un querer hacerlo así. Alfonso Guerra es un hombre inteligente pero también orgulloso (ambas cosas se detectan en el libro) y estas cualidades le impiden ser miserable, mezquino o resentido. También es cierto que no siempre podemos optar por la grandeza y fijándonos en el otro libro, el de Aznar, éste no puede o no sabe serlo, al menos de momento, porque todavía no ha conseguido relativizarse a sí mismo, saberse pequeño -y lo digo sin doble sentido- y temporal. Supongo que el devenir de los últimos acontecimientos le tiene sumido en un pesimismo frente al que quiere resistirse, en lo que precisamente es un signo de humanidad: somos falibles, pero también somos tozudos cuando hemos errado, para justificarnos. Me recuerda a aquel que escribió un libro sobre el Parlamento sueco, parlamento que fue disuelto luego por el Rey, lo que convertía a su libro en papel estraza, y ante tal hecho afirmó: el Rey puede disolver el Parlamento pero no puede cambiar mi libro. Por decirlo de otro modo, la testarudez de Aznar está impregnada de la filosofía que destila En tierra de nadie, la conmovedora película, y de la diferencia que allí se retrata por boca de un soldado bosnio, desahuciado de la vida, entre un optimista y un pesimista; la diferencia radica -dice el bosnio- en que para el primero las cosas ya no pueden estar peor, mientras que para el segundo todavía pueden estarlo. Es una distinción profundamente pesimista, hecha desde la oscuridad y que conduce a un vértigo que hemos sufrido todos en algún momento de nuestras vidas, cuando todo se nubla, en ese tiempo en que un mal sucede a otro, sin que tengamos la capacidad de ponerle freno. Quizá es lo que esté sintiendo en estos momentos el ex presidente Aznar, un hombre que desde el 14 de marzo no levanta cabeza. Primero, por la derrota electoral, un golpe contundente, no sólo por lo que tuvo de inesperada (menos para el presidente Zapatero), sino porque se dirigió directamente contra el corazón de su política más reafirmada y de más largo alcance, su política internacional. Segundo, porque sus decisiones en esta materia se están demostrando, incluso para los que tuvieron dudas al principio, profundamente nefastas en todos los órdenes: el jurídico, el político y sobre todo el moral. ¡Hasta el Real Madrid, y permítaseme la broma para bajar la solemnidad, ha abandonado a Aznar!; a Aznar y a mí, y a tanta gente; y es que, en esto del fútbol, a diferencia de la política, no ha lugar para la razón; uno es del equipo que le admiró de pequeño, y en mi caso fue el Real Madrid. Tal vez, por eso de la justicia histórica, aunque sea contradecirme, no me está mal que mi hijo Miguel, que nació y vive en Madrid, me haya salido irremediablemente del Valencia y se pasee orgulloso con su camiseta de Aimar por los mismos recorridos de la Boda Real...

Pero volvamos a lo serio. En esa desesperación tan humana y tan patética que he tratado de describir, se encuentra en efecto Aznar, un hombre que quiso pasar a la historia como el Churchill que necesitaba España y que sin embargo se ha visto obligado a salir por la puerta de atrás. Comprendo peor su último viaje a EE UU, ya como ex presidente, y sus declaraciones claramente antipatrióticas de acuerdo con su propio código, pero sobre todo me resulta preocupante que le haya acompañado su yerno Agag, un hombre sólo para los negocios. A la sin razón de la tozudez del mantener y no enmendar se une cuando menos lo inconveniente y lo improcedente de los negocios y de la salida privada en EE UU en medio de una crisis internacional inmensa que arranca de una mala decisión política (además de antijurídica).

Con todo, le deseo al que ha sido hasta hace unos meses presidente del Gobierno una pronta recuperación: como persona, para que vuelva a la cordura, y como hombre político, para que deje al Partido Popular volar solo, acertar y equivocarse sin su tutela que hoy es sin duda un lastre, una piedra atada al cuello de un Mariano Rajoy que chapotea en un mar ensangrentado por las bombas de Bagdag y contaminado por las vejaciones y torturas contra los presos iraquíes. Salir del cenagal en el que se encuentra el PP es algo que exige como condición previa, insuficiente pero sine qua non, la grandeza de un hombre que en su dogmatismo sólo demuestra debilidad, una flaqueza, quién se lo diría a Aznar, como la del bolchevique por seguir con los recursos cinematográficos.

José Manuel Rodríguez-Uribes es profesor titular de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universitat de València.

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