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Reportaje:

Liturgia visigoda de la belleza

'Torredonjimeno, tesoro, monarquía y liturgia' reúne por primera vez el ajuar jiennense y el toledano de Guarrazar

Forasteros, isidros y madrileños tienen estos días una ocasión única para disfrutar de la contemplación de dos de los tesoros más fastuosos de la joyería áulica hispana. Por primera vez, el Museo Arqueológico Nacional, que en la calle de Serrano, 13, comparte edificio con la Biblioteca Nacional, expone los ajuares regios visigodos de Torredonjimeno y Guarrazar, acuñados a partir del siglo VI de nuestra era.

Estas joyas fueron halladas por casualidad en parajes de las provincias de Jaén y Toledo siglos después de su prodigiosa hechura. Son los vestigios más ricos y los símbolos más expresivos de la civilización visigótica, aún envuelta entre penumbras, bien que su magnificencia destella aquí, en estas gemas, con potentísimo influjo.

El Gobierno del mariscal Petain devolvió en 1943 parte de la colección
Las joyas fueron halladas por casualidad en parajes de Jaén y Toledo

Arte destacado de los pueblos godos, que halló en España esplendor sin parangón, así como en Francia, Alemania y norte de Italia, donde también moraron, y que ha sido acopiado en tres salas reacomodadas del Museo Arqueológico madrileño, gracias a su colaboración con sus homónimos de Cataluña y Córdoba.

Fruto de tal cooperación ha sido la exposición itinerante exhibida ahora por primera vez, en horario ininterrumpido desde las 9.30 hasta las 20.30 de martes a sábado, y los domingos sólo durante las mañanas, de 11.00 a 14.30.

Algunos considerarán poco verosímil que un ajuar de pedrería y metales nobles, tan codiciado como el de Torredonjimeno, fuera hallado de manera fortuita en el año de 1926 en un predio de la provincia de Jaén denominado Majada de Garañón.

Un labrador, Francisco Arjona, lo descubrió envuelto en yesos bajo un olivo. Menos verosímil resulta aún que el centenar de piezas que lo componía, destacadamente coronas, cruces y broches colgantes de pedrería engastada sobre bastidores de oro y plata de finísima orfebrería, sirviera durante siete años como juego a los hijos del dueño del cortijo donde fueron encontrados.

Así, rodaron entre manitas infantiles hasta que un día de 1933 alguien acudió al mercado de antigüedades con muchas de sus dañadas piezas. Buena porción de aquel tesoro fue a parar luego, en lotes semejantes, a los tres museos madrileño, catalán y cordobés, que así los adquirieron.

El tesoro está compuesto por objetos de orfebrería que formaban parte de los ornamentos de alguna iglesia posiblemente dedicada a las santas mártires Justa y Rufina. Se trata de cruces, coronas y colgantes donados por los poderosos a Cristo, la Virgen o los santos, objetos preciosos que se suspendían colgados sobre los altares. La ofrenda iba acompañada de un ceremonial del que se conservan los testimonios literarios de la oración que se pronunciaba en tan solemne momento.

En cuanto al tesoro de Guadamar, más conocido como de Guarrazar, fue descubierto en un predio toledano en el estío de 1858, a raíz de la descarga de fuertes lluvias en un terreno que quedó así desentrañado. Se encontraban a unos 12 kilómetros de la ciudad de Toledo. Las aguas removieron el hoyo donde las gemas habían sido despositadas por chambelanes de los reyes visigodos ante la irrupción de las huestes mahometanas a partir del año 711, fecha en que la derrota de la batalla del Guadalete dejó la escena en manos del islam.

En 1859, dos individuos, de apellidos Morales y De la Cruz, que desenterraron los dos principales ajuares de Guarrazar, desmenuzaron sus hallazgos y los malvendieron en distintas platerías toledanas a través de un profesor de francés, A. Herouart.

Éste, ya en Madrid, entró en contacto el joyero José Navarro: fascinado por los áureos despojos que iba recibiendo de su contacto, llegó a recomponer seis cruces y hasta ocho coronas, entre ellas las de Recesvinto y Suintila. Al ser costumbre suspender del techo de los oscuros templos visigodos estas coronas, entre aromas de arcaicas liturgias y rituales germánicos, su magnificencia las convertía en fascinadores enigmas circulares, más allá de su cualidad de ofrendas votivas de monarcas y nobles visigodos, en expiación de sus culpas.

El joyero Navarro acopió las gemas por él recompuestas y las vendió al Estado francés, como informó la prensa parisiense en febrero de 1859. Sabedor el Gobierno de España de aquel hecho, litigó para recuperar las joyas de los reyes visigodos, si bien tuvo que demostrar que los terrenos donde habían sido localizadas eran patrimonio estatal español y no propiedad de Herouart, quien los había adquirido al poco del hallazgo.

La Real Academia de la Historia nombró una comisión investigadora de la que formó parte José Amador de los Ríos. Mucho tiempo después, el Gobierno del mariscal Petain devolvió en 1943 a España parte de aquella colección que, con la de Torredonjimeno, puede ser contemplada hasta el 24 de octubre.

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