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Columna
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Ensayo de vida

Aparte de los bares, los parques o los restaurantes, existe un lugar de encuentro de muchísimos jóvenes madrileños, una especie de catacumbas de camaradería y diversión: los locales de ensayo. Todas las noches miles de chavales se reúnen en colmenas insonorizadas para hacer música. O al menos para intentarlo.

Cada año aumenta el número de locales de ensayo tanto en la capital como en las poblaciones del extrarradio de Madrid. Establecimientos algo tétricos y decadentes compartimentados en reducidas habitaciones amuebladas con amplificadores, pies de micro y a veces alguna silla de plástico o un póster. Una atmósfera de sudor y marihuana, una lata arrugada de cerveza y un Peavey con la distorsión al máximo es la herencia que un grupo deja al siguiente en los pequeños habitáculos sin ventilación.

Las bandas suelen vestir de negro y apenas levantan la mirada para saludarse por los angostos pasillos. La hermandad no se genera entre la gente de los locales porque en realidad todo el mundo frota en su interior el sueño de triunfo y, en consecuencia, el vecino se percibe como un rival potencial. Por otro lado, el músico amateur siempre padece la corrosiva paranoia de creer que los de la habitación de al lado tocan mejor.

La fraternidad se condensa entre los integrantes de un grupo musical. Se trata de un compañerismo especial, diferente al gestado en una borrachera, en una clase particular de inglés o en un campamento. Más allá de las personalidades, existe por encima o a través de todos (como una barra de acero alineando a los jugadores de un futbolín) una causa común de compromiso y disfrute. Se trata de una complicidad a salvo del paso del tiempo, independiente de la conjunción puntual de un estado de ánimo, un lugar o un momento vital determinado. Es una vinculación sincera y poderosa, sin ritual previo o responsabilidades posteriores, una unión que siempre funcionará con la invocación inequívoca de unos instrumentos sonando al unísono.

Por los corredores se escucha amortiguado el latir acelerado de las baterías y los gritos de las guitarras. No importa demasiado si el grupo está conjuntado, ni siquiera qué clase de música practica, sino la verdad que se concentra en cada habitación, la pasión de cada golpe de bombo, de cada acorde. Dentro de un local de ensayo, como en el vestuario de un equipo de fútbol, se suda con verdadera y absorbente vocación al tiempo que desaparece el mundo exterior, los suspensos, las discusiones amorosas, las multas de tráfico, los planes de fin de semana.

Es agridulce la ilusión con que los grupos charlan sobre los temas en los que trabajan mientras ojean las revistas musicales gratuitas de La Nave, se acodan en la barra del gran hall del Rock Palace o se asoman a ver quién graba en el estudio anexo a los locales GG. Quizá no lo confiesen en alto frente a algún compañero más descreído o mayor, pero en el fondo todos sueñan con alcanzar el éxito, una fantasía que, al menos durante las horas que dura el alquiler del local, se fragua en el grupo sincronizadamente como si se tratase de una compartida alucinación lisérgica o un orgasmo simultáneo. Es emocionante el sueño de triunfo reflejado en los dedos encallecidos, en las voces quebradas, en los tatuajes o en las camisetas de las bandas admiradas, pero a la vez es nostálgico comprender que las limusinas, las suites, los autógrafos, las groupies y los hombres de negro que montan y desmontan el equipo en los conciertos nunca llegarán.

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La música se convierte en el mundo virtual de muchísimos jóvenes. A través de los conciertos, los discos y, sobre todo, los momentos de música en común, los chavales conquistan una dimensión propia blindada contra el desencanto laboral, sus frustrados planes de emancipación, sus conflictos familiares. Reflejado en el doble cristal de las ventanas precintadas del Hardrum, uno se reencuentra con la estampa de sí mismo y su guitarra colgada de los hombros y comprende que ése es quien desearía ser también ahí fuera, en la noche de ladrillo de Carabanchel.

A la salida del ensayo, con el estómago y las calles vacías, en los oídos aúlla el silencio. Los grupos se citan para la semana siguiente y se dispersan con los instrumentos en la mano. Hacer música en locales no mejora la vida, pero abre otra nueva a 14 euros la hora.

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