Chechenia es (casi) como Irak
El asesinato, el pasado domingo en Grozni, de Ajmad Kadírov, presidente prorruso de Chechenia, es un recordatorio más de que la guerra que se libra en la república caucásica, formalmente integrada en la Federación Rusa, está lejos de haber concluido. Poco cuenta que lo proclame el Kremlin desde hace más de tres años, desde que unos 100.000 combatientes del Ejército y el Ministerio del Interior completaran la conquista -tras bombardeos masivos de los principales núcleos urbanos- de este territorio de 15.700 kilómetros cuadrados (menos que la provincia de Zaragoza) y 1.100.000 habitantes.
La comparación con Irak es inevitable. Como en este país, que se ha convertido en un avispero para EE UU, la fase estrictamente militar del conflicto ha degenerado en en una frágil y precaria ocupación desafiada día a día por un enemigo invisible que utiliza tácticas de guerrilla, mientras que hace aguas por todas partes el intento de entregar el poder, al menos en teoría, a jefes locales.
Como Estados Unidos en Irak, Rusia ganó la guerra grande, pero es incapaz de consolidar su dominio en Chechenia, desafiado por una guerra de guerrillas
La bota rusa, siempre la bota rusa. En el siglo XIX, fue la bota brutal de los zares, personificada por el virrey Yermólov (fundador de Grozni, terrible en ruso), con cuya memoria se mete miedo a los niños chechenos, y que luego tuvo su contraparte en el imam Shamil, un mito para los independentistas, el espejo en el que se miran hoy señores de la guerra como Shamil Basáyev. En el siglo XX, fue la bota implacable de Stalin y la arbitraria y errática de Yeltsin. Y en lo que va del XXI, es la bota fría y calculadora, pero igualmente sin piedad, de Vladímir Vladimírovich Putin, al que la segunda guerra chechena, iniciada en septiembre de 1999, catapultó al Kremlin, al rebufo de salvajes atentados en Moscú y otras ciudades que causaron cerca de 300 muertos y sobre cuya autoría, que se atribuyó a los chechenos, persisten serias dudas.
La bota rusa
Los dirigentes rusos, que se sienten incomprendidos por un Occidente que critica las atrocidades que cometen sus tropas, que plantean el conflicto como un episodio más de la guerra mundial contra el terrorismo, que llegan a comparar la situación con la de Irlanda del Norte o el País Vasco, actúan con frecuencia en Chechenia como en un país extranjero.
El checheno no es un compatriota, sino un enemigo potencial. Por doquier, en Rusia, se le mira con recelo y, por extensión, al caucásico de piel oscura. En Moscú, la policía les acosa, convirtiendo la extorsión en industria. El acoso se convierte en persecución tras acciones terroristas tan espectaculares como las ya citadas de septiembre de 1999, la matanza en el metro (39 muertos, febrero de 2004); la del concierto de rock (14 muertos, julio de 2003) y la toma del teatro Dubrovka, que se saldó con más de 150 muertos, incluidos todos los miembros del comando checheno y más de 100 rehenes, víctimas del gas letal empleado por los hombres de Harrelson rusos. Casi nadie en Rusia echó entonces en cara a Putin haber causado la muerte de tantos inocentes. Antes al contrario, su popularidad subió varios puntos. Claro que, en Rusia, a veces la vida no vale nada, y menos la de un checheno. En la república caucásica, entretanto, la convivencia entre rusos y chechenos, que en tiempos soviéticos pareció posible, está también herida de muerte.
La pax rusa en Chechenia se apoya precariamente en una administración civil títere de Moscú y descabezada por la bomba que mató el pasado domingo a Kadírov, un pragmático líder religioso y político, marcado como colaboracionista, que había sobrevivido ya de milagro a varios intentos de asesinato. Ojo por ojo: apenas cuatro meses antes, el ex presidente independentista Zelinján Yandarbíyev había muerto por la explosión de un coche bomba en Qatar. Moscú lo niega, pero es difícil no sospechar de la larga mano de los servicios secretos rusos. Otro presidente checheno, Dzhojar Dudáiev, corrió el mismo trágico destino en 1996, alcanzado por un misil tras ser localizado vía satélite mientras hablaba por teléfono.
Es ésta una paz más visible de día que de noche (pocos soldados se aventuran fuera de sus acuartelamientos cuando se oculta el sol); más en el norte llano que en el sur montañoso, propicio a las emboscadas, con una porosa frontera con Georgia al otro lado de la cual querría Putin ejercer el derecho de persecución. Es una paz que no se compadece con la existencia de decenas de miles de refugiados en Ingushetia y otras repúblicas vecinas, con los asesinatos y desapariciones de civiles, con la acción de los escuadrones de la muerte, con la pasividad de los jueces en los pocos casos de abusos y atrocidades que llegan a los tribunales. Una paz que los periodistas sólo pueden contemplar en visitas guiadas por el Ejército. Una paz sin apenas testigos independientes.
Es otra fase de una guerra que Rusia no puede perder, pero que es incapaz de ganar, pese a ser una lucha de David contra Goliat, habida cuenta de la desproporción entre las fuerzas en conflicto: tal vez un par de miles de boievikí (con una red de apoyo imposible de controlar en una sociedad de clanes) contra 63.000 efectivos rusos (de Defensa e Interior) y 10.000 chechenos. Todo ello sin que, como en el caso de la guerra de EE UU en Afganistán, la máquina militar del Kremlin sea capaz siquiera de capturar a los dos grandes jefes enemigos: el ex presidente Aslán Masjádov y el señor de la guerra Shamil Basáyev.
Armas y dinero
Años antes del 11-S, Rusia ya denunciaba la larga mano de Osama Bin Laden tras la rebelión chechena. El Kremlin llegó a albergar planes intervencionistas en Afganistán, durante el régimen de los talibanes, para destruir los campos de entrenamiento de chechenos en ese país. Entonces y ahora, no está claro cómo se financia la guerrilla, aunque quedan pocas dudas de que, en buena medida, tiene el color verde de las cofradías saudíes. Porque, inevitablemente, la rebelión independentista se ha teñido de islamismo. En cuanto a las armas, fue vox populi en la primera guerra, y en buena medida lo es en la segunda, que, además de las que puedan conseguir en el exterior o de las que roben a la fuerza ocupante, los rebeldes las compran a los desmotivados soldados rusos.
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