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Columna
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Paridad

No resulta difícil predecir las reacciones que va a suscitar la intención del Gobierno, presentada por Teresa Fernández de la Vega, de introducir en la reforma de la Ley Electoral la obligada paridad entre hombre y mujer en la formación de las candidaturas electorales. Las objeciones irán desde la consideración de la medida como limitadora del derecho de las formaciones políticas a configurar su estrategia electoral como mejor les parezca, hasta las que la tachen de indicativa de paternalismo machista o de remedo de un comunitarismo dudosamente democrático, pasando por las que opten por la reducción al absurdo y postulen la aplicación también de criterios proporcionales para los ancianos y los jóvenes, los tullidos y los sanos, los gordos y los flacos, en una serie inacabable.

Ante la ley, no hay hombres y mujeres como sujetos diferenciados de derechos

Confieso que la medida me provoca sentimientos encontrados. Partidario decidido de que un ciudadano no debe estar sometido a restricción ninguna para ejercer los derechos que como tal le corresponden, mi primera reacción es de rechazo ante una disposición que convierte en sustantiva una cualidad, el género, que rompe la igualdad esencial ante la ley de los individuos a los que ésta acoge como ciudadanos. No hay ninguna ley democrática, y si la hubiera habría que modificarla, que se refiera a ciudadanos masculinos y ciudadanos femeninos en términos que sean disímiles. Ante la ley, no hay hombres y mujeres como sujetos diferenciados de derechos distintos en función de su género. Hombres y mujeres somos sustancialmente iguales, igualdad conseguida tras un largo un proceso histórico. De ahí que pueda parecer fuera de lugar una reglamentación que sancione una distinción regresiva en cuanto a la formulación igualitaria del derecho: la de que no hay sólo ciudadanos, sino ciudadanos masculinos y ciudadanos femeninos, dos compartimentos estancos que dispondrían de vías específicas para acceder a un único espacio jurídico.

Ahora bien, en tanto que vías de acceso nada más para un espacio jurídico único, la reglamentación que estableciera la paridad obligatoria no resultaría discriminatoria: ni las ministras gobiernan sólo para las mujeres, ni las diputadas legislan sólo para las mujeres. El único reparo que cabría sobre el carácter discriminatorio de esa medida sería el referente a la prioridad que otorga a la condición de género sobre la condición humana general de quienes participan en el gobierno de la comunidad política, en la medida en que reconoce que esa condición humana general no ofrece garantías suficientes para acceder de forma igualitaria a las tareas de gobierno. Si la medida es discriminatoria lo es porque reconoce la existencia de hecho de una discriminación de género en nuestra sociedad.

Ante la ley todos somos iguales, pero es dudoso que lo seamos también ante la voluntad, voluntad de poder que sigue siendo dominantemente masculina. Lo que la paridad obligatoria pretende es someter esa voluntad a los límites estrictos de la ley. Además, junto a ese carácter reparador de la discriminación genérica de hecho, tendría también una función conativa, en la medida en que obligaría a las mujeres a salir de un plano subsidiario y a intervenir en la gestión pública. En ese sentido, la carga discriminatoria de la medida respondería a una finalidad igualitaria, inductora de una asunción de responsabilidades por parte de un sector de la población que tendría problemas para ello, bien sea por sentirse vetado en su pretensión, bien por la rémora de una insuficiente aceptación de su capacidad política.

Se han aducido también razones de tipo funcional, razones en orden a la eficacia, que se vería contrariada al primar al género sobre la capacidad de los candidatos. Parece evidente el carácter interesado de este tipo de argumentos, que reflejan un prejuicio masculino sobre la menor capacidad de las mujeres, por más que se añada que llegado el momento también podría perjudicarlas a ellas. Argumentos de esa naturaleza obvian además una evidencia: que tampoco ahora es la capacidad el criterio prioritario para acceder a la gestión pública, sino la libre disposición y los equilibrios de poder, y que es justamente eso, la menor disposición y el escaso poder de influencia, y no la capacidad, lo que diferencia a los colectivos de hombres y de mujeres.

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Luces y sombras, por lo tanto, en una medida que, si por una parte, incentiva la participación igualitaria, lo hace en cierta medida de forma coactiva, procedimiento que no deja de ofrecer reparos de alerta democrática, a pesar de que reconozcamos que discriminación de la mujer haberla, hayla.

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