¿Un maestro de lo despiadado?
Visiten la exposición de Francis Bacon en el Museo Maillol de París. Lean el último libro de Susan Sontag, Ante el dolor de los demás (Alfaguara). La exposición, a pesar de su estúpido subtítulo Lo sagrado y lo profano, representa sucintamente la obra de una larga vida. El libro es una penetrante meditación sobre la guerra, la mutilación física y el efecto de las fotografías de guerra. En algún rincón de mi mente, libro y exposición despiertan resonancia mutua, aún no sé cómo.
Como pintor figurativo, Bacon tenía el ingenio de un Fragonard. (La comparación le haría gracia, y los dos eran consumados pintores de la sensación física -uno del placer, el otro del dolor-). Se comprende cómo el ingenio de Bacon ha fascinado, y desafiado, por lo menos dos generaciones de pintores. Si durante cincuenta años he sido crítico de la obra de Bacon es porque estaba convencido de que él pintaba para escandalizar, a él mismo y a otros. Y semejante móvil, creía yo, acabaría acusando el desgaste del tiempo. La semana pasada, mientras iba y venía ante las pinturas en la Rue des Grenelles, percibí algo que antes no entendía, y sentí una repentina gratitud hacia un pintor cuya obra había cuestionado durante tanto tiempo.
El muro está también en cada uno de nosotros. La elección está entre autoestima y autocaos
La visión de Bacon, desde finales de los años treinta hasta su muerte en 1992, era de un mundo despiadado. Repetidamente pintó el cuerpo humano, o partes del cuerpo, en malestar, carencia o dolor. A veces el dolor en cuestión parece infligido; más veces parece surgir desde dentro, desde las vísceras del mismo cuerpo, de la desgracia de ser físico. Bacon jugó a conciencia con su apellido para crear un mito, y con éxito. Afirmó ser descendiente de su tocayo, el filósofo empírico inglés del siglo XVI, y pintó la carne humana como si fuera una loncha de beicon (tranche du lard fumé).
Pero no es esto lo que hace su mundo más despiadado que cualquier otro antes pintado. El arte europeo está repleto de asesinatos, ejecuciones y martirios. En Goya, el primer artista del siglo XX (sí, XX), se escucha la indignación del propio artista. Lo que resulta distinto en la visión de Bacon es la ausencia de testigos, y de pesadumbre. Nadie pintado por él repara en lo que le está pasando a otro pintado por él. Tan ubicua indiferencia es más cruel que cualquier mutilación.
Está, además, la mudez de los marcos donde coloca a sus figuras. Esta mudez es como la frigidez de una cámara frigorífica que permanece constante, sea lo que sea que queda depositado allí. El teatro de Bacon, a diferencia del de Artaud, tiene poco que ver con el ritual, ya que ningún espacio alrededor de sus figuras acoge sus gestos. Cada calamidad queda presentada como un mero accidente colateral.
Durante su vida semejante visión fue alimentada y animada por los melodramas de un círculo bohemio muy provinciano, dentro de lo cual a nadie le importaba un huevo lo que pasaba en otras partes. Y sin embargo... y sin embargo, el mundo despiadado que Bacon evocó y trató de conjurar ha resultado ser profético. Puede suceder que el drama personal de un artista llegue a reflejar, en medio siglo, la crisis de una civilización entera. ¿Cómo? Misteriosamente.
El mundo ¿no ha sido despiadado desde siempre? El ambiente despiadado de hoy es quizá más insistente, omnipresente y continuo. No perdona ni al mismo planeta, ni a nadie que viva en él, en ninguna parte. Abstracto, ya que derivado de la única lógica de la búsqueda de la rentabilidad (frío como el congelador), amenaza con volver obsoleto todos los demás sistemas de creencia, junto con sus tradiciones de encarar la crueldad de la vida con dignidad y algún destello de esperanza.
Volvemos a Bacon y a lo que su obra revela. Usaba obsesivamente el lenguaje pictórico y las referencias temáticas de algunos pintores del pasado, como Velázquez, Miguel Ángel, Ingres o Van Gogh. Esta "continuidad" hace más completa la devastación de su visión.
La idealización renacentista del desnudo humano, la cristiana promesa de redención, la noción clásica del heroísmo, o, en Van Gogh, la ardiente creencia decimonónica en la democracia, se revelan -dentro de su visión- andrajosos, impotentes ante lo despiadado. Bacon recoge los andrajos y los usa como estropajos. Esto es lo yo no había asimilado antes. Aquí estaba la revelación.
Una revelación que viene a confirmar una intuición: manejar, hoy, el vocabulario tradicional empleado por los poderosos y sus medios, sólo aumenta la turbidez y devastación circundantes. Existe una serie de palabras y tópicos, hurtados del pasado, cuya vigencia tiene que ser rechazada categóricamente. Libertad, terrorismo, seguridad, democrático, fanático, antisemita, etcétera, son términos que han sido reducidos a harapos para camuflar lo despiadado del sistema.
Esto no supone necesariamente el silencio. Supone elegir las voces a las que uno quiere sumarse. El periodo actual de la historia es el del muro. Cuando cayó el de Berlín empezaron a sacar del cajón los planes, ya preparados, para construir muros en todas partes. Muros de hormigón, de burocracia, de vigilancia, de seguridad, de racismo, de zona. En todas partes, los muros separan la pobreza desesperada de los que desesperadamente esperan permanecer en la riqueza relativa. Existen también en las opulentas metrópolis del mundo. El muro es la frente de lo que antaño se llamaba la guerra de clases.
A un lado: todo armamento concebible, el sueño de guerras sin féretros, los medios, abundancia, higiene, contraseñas de acceso al glamour. Al otro: piedras para arrojar, carencia de provisiones, mala sangre, enfermedad rampante, acepción de la muerte, y una continua preocupación por sobrevivir juntos una noche más, o quizá una semana.
La elección de significado en el mundo hoy está aquí, entre los dos lados del muro. El muro está también dentro de cada uno de nosotros. Sean lo que sean nuestras circunstancias, podemos elegir por dentro con qué lado del muro estamos en sintonía. No se trata de un muro entre el bien y el mal. Los dos existen en ambos lados. La elección está entre autoestima y autocaos.
Al lado de los poderosos existe un conformismo del miedo -nunca se olvidan del muro- y la articulación de palabras que ya no significan nada. Semejante mudez es lo que pintó Bacon.
Al otro lado hay lenguas variopintas, dispares y a veces en desaparición, con cuyos vocabularios se puede formular un sentido de la vida aun cuando, especialmente cuando, ese sentido es trágico.
"Cuando mis palabras eran trigo / Yo era tierra. / Cuando mis palabras eran ira / Yo era tormenta. / Cuando mis palabras eran roca / Yo era río. / Cuando mis palabras se volvían miel / Mis labios se cubrieron de moscas", Mahmud Darwix.
Bacon pintó impertérrito la mudez: ¿y acaso no se acercó en esto a los del otro lado, para quienes los muros son otro obstáculo más para sortear, aun a riesgo de la vida para los que les siguen? Puede que sí...
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